El asesinar a seres humanos, sin distinción de género, fue nominado en los antiguos códigos penales con la tipificación común de homicidio, pero con el transcurrir del tiempo los homicidios quedaron en forma exclusiva para el interfecto, es decir, cuando la víctima de la violencia criminal se trata de una persona del género masculino. Después aparecieron los infanticidios, aplicados a los asesinatos de niños que, modernamente, abarca desde el nacimiento hasta cumplirse los 18 años de edad, según conceptos legales de Convenios Internacionales.

Extrañamente, el asesinato de mujeres siguió envuelto dentro del tipo penal del homicidio, que etimológicamente proviene del latín homos, hombre, varón, y cidio, muerte; posiblemente porque en tiempos pasados era muy raro que una mujer fuera asesinada y esta afirmación no es nada hipotética, sino que la basamos en añejas estadísticas criminológicas de varios países europeos y latinoamericanos, así como en la experiencia personal por los años que llevamos sobre la faz de este planeta contaminado.

En épocas pasadas, el respeto a la vida o existencia de las féminas, era casi como un código de honor que se nos enseñaba a los varones desde el seno hogareño en nuestra niñez, a pesar que nos reforzaban un pseudomachismo con aquella famosa frase de que “los hombres no lloran”. Cierto es también que antes se respetaba la vida femenina en gran medida, no podemos olvidar que el violentar la libertad sexual de las mujeres continúa constituyendo, desafortunadamente, una constante negativa en el país, sobre todo en la zona rural. Incluso, la violación de trabajadoras sexuales se consideraba como una falta leve, atentándose contra su dignidad femenina y su igualdad ante la ley. Aún bulle en mi cerebro la frase que solía decirme cierto colega en mi época de profesor, cuando aludía a sus alumnas adolescentes con la frase de “Míralas, ya están buenas para acostarse con ellas”. Ese falso educador acabó, finalmente, envuelto en un resonante escándalo penal. En la actualidad, los muchos delitos contra la libertad sexual de las mujeres, especialmente de menores e incapaces, prevén la imposición de penas graves de cárcel, pero no podemos obviar, también, que esos delitos pueden ser utilizados, con mala fe, para interponer denuncias falsas ante los tribunales, por lo que jueces, fiscales y defensores, deben ser muy cuidadosos en analizarlas exhaustivamente, para no encerrar por largos años a un hombre inocente.

Después del conflicto fratricida, fue evidenciándose la merma acelerada de valores cívicos y morales, debido a la desintegración familiar y al deterioro del sistema educativo rural. Decenas de niños fueron desarraigados de sus hogares y jamás volvieron a encontrarse con sus progenitores, ya sea porque éstos huyeron o, infortunadamente, porque murieron en las acciones bélicas. Al concluir la fase bélica, fuimos testigos de que los jóvenes modernos ya no daban asiento a las mujeres en los buses, aunque estuvieran embarazadas, cargaran niños de pecho, llevaran bultos, o si eran ancianas o inválidas. Una vez observé eso y cedí mi puesto a una señora que me dijo: “Gracias a Dios aún quedan caballeros en el país”. Dos mozalbetes, con dibujos malignos tatuados en sus brazos, se rieron y dijeron a coro: “Todavía hay viejos ridículos y pajeros”. Optamos por callarnos, pero lo comenté en mi trabajo y alguien me dijo “cosas peores esperemos para los próximos años”.

Y “esas cosas peores” llegaron efectivamente. Cierto que unos criminólogos europeos las advirtieron, incluso consignaron sus observaciones en documentos oficiales, pero ni el gobernante de turno, ni los subsiguientes, consideraron la gravedad del cercano fenómeno sociopatológico de la criminalidad dirigida contra la vida de nuestras mujeres, sin distingo de clase, educación o edad. Ese feroz torbellino delincuencial hoy se cobra su sanguinaria cuota de matar o hacer desaparecer una mujer cada nueve horas diarias, o sea, 2.66 % de mujeres por día. Es una tasa

demasiado elevada como para seguir impávidos ante ella. El último hecho, al momento de redactar estas líneas, es el de una anciana de 86 años de edad, comerciante en pequeño, en la ciudad de Arcatao, Chalatenango, a quien asfixiaron con un cincho y después le robaron su pequeño negocio. ¡Combatamos los femicidios y el abuso sexual de menores!