El 25 de julio de 1960 se inauguraba en San Salvador “El Primer Festival del Libro Centroamericano”. Las imágenes publicadas en los periódicos de la época, dan cuenta de un sonriente Ricardo Trigueros de León, legendario fundador y Director de Publicaciones del Ministerio de Cultura, quien junto a otros funcionarios de estricto saco y corbata como se acostumbraba entonces, posaba en una calle de la capital, mientras ofrecían en un quiosco improvisado para la ocasión, un paquete de “10 libros (2000 páginas de lectura) por 8 colones”.

No cuento con datos sobre el mayor o menos éxito de la iniciativa, pero no hay duda que los libros fueron impresos, y si se presta atención a los detalles de la fotografías, es posible que se trate del primer tiraje de la “Biblioteca Popular”, cuyas portadas ilustradas por el artista guatemalteco Carlos Mérida, pusieron al alcance de los lectores obras de gran interés, en volúmenes en pequeño formato, pero de muy buena calidad, y que aún dan cuenta del excelente trabajo tipográfico y editorial realizado en aquellos tiempos.

Porque las autoridades de cultura de entonces promovían lo que justificaba su existencia: la cultura, y esta tenía entre una de sus más importantes ramas la difusión de la obra de los autores salvadoreños y de los clásicos más importantes de las letras universales; la visión del mundo que tuvieran los ciudadanos de entonces, pudo ser enriquecida gracias al intercambio de ideas y a la apreciación de las más variadas obras literarias, pese a los gobiernos militares que auspiciaron o al menos toleraron dichas iniciativas, dando inicio a una tradición editorial, tipográfica y plástica que se mantuvo hasta este año.

La noticia sobre la desaparición de la Dirección de Publicaciones e Impresos (más conocida como “la DPI”) para convertirse en una simple “Unidad de Publicaciones y fomento editorial” también adscrita a la cartera de Cultura, marca el fin de una época, pero también la confirmación de una visión diferente sobre el trabajo cultural del Órgano Ejecutivo. Dado que la nueva idea consiste en no tener ninguna, ya no hacen falta libros que brinden soporte a las palabras y a los pensamientos de los autores que si las tenían, o peor aún, de cuyas ideas pudieran nutrirse aquellos que piensan diferente al actual mandatario, pues para esto existen las redes sociales, y es que además los libros, como objetos pero también como vehículos de ideas y pensamiento, no están bien vistos por el gobernante y sus asesores en los tiempos que corren.

Pero no debe obviarse que la cultura también es un derecho humano, y la falta de esta, se nota inmediatamente en la calidad de la democracia y en la capacidad del país para insertarse en el mundo, desde la óptica que se quiera ver, pues un país inculto es un país donde anidan con mayor facilidad la intolerancia y la violencia, ya no se diga la estupidez, definida esta última por el diccionario de la RAE en su primera acepción, como: “Torpeza notable en entender las cosas”.

Es una lástima pues, de lo que se está privando a las nuevas generaciones de salvadoreños, los libros editados por la DPI son también un recuento de los tiempos vividos, de la abundante o escasa actividad cultural de cada época y un patrimonio que pertenece a todos por igual, de esta rica herencia dan cuenta las colecciones de historia, la biblioteca básica, la colección “Orígenes” y tanto volúmenes ilustrados por los grandes artistas plásticos de antaño: Camilo Minero, Raúl Elas Reyes, Noé Canjura, Roberto Huezo y tantos otros.

La miopía gubernamental demostrada al decidirse por el reciente tiro de gracia a la DPI, no viene más que a concluir el desguace de una estructura ya bastante dañada –que ironía- por las administraciones de los dos gobiernos de izquierda, que optaron por la dispersión de esfuerzos, la ideologización de la cultura popular y la eliminación de publicaciones tan importantes como la revista “Cultura”, que tras sobrevivir a golpes de Estado y a la guerra civil, no pudo contra el embate de la otra estupidez: la de los comisarios políticos que también eliminaron las “Casa de la Cultura” para convertirlas –ni ellos se lo creían- en “Casas de la Transparencia”.

En conclusión: con funcionarios que parecen rechazar todo lo que sea arte, cultura, libros y cualquier otra expresión positiva o sublime del espíritu humano, solo queda conformarse con el circo de banderas, uniformes, y tomas aéreas tan en boga. Lo demás es lo de menos.