En los últimos días se ha especulado bastante sobre la íntima relación de Nayib Bukele con ciertas empresas mexicanas involucradas en licitaciones de servicios de videovigilancia. Se presume entre algunos actores de la sociedad civil que el trasfondo del asunto es un oscuro y millonario negocio entre su administración y los dueños de las mismas. De llegar a comprobarse dicha hipótesis, implicaría que estamos ante una práctica perversa típica de los mismos de siempre: el capitalismo de compinches.

Para quienes no están familiarizados con el concepto, el capitalismo de compinches, conocido también como clientelismo o crony capitalism en inglés, es una forma de corrupción legal basada en el intercambio de favores entre políticos y empresarios allegados al poder. A diferencia del capitalismo real, en donde el éxito de los empresarios depende exclusivamente de su capacidad de satisfacer libremente las demandas de los consumidores sin recibir ningún tipo de auxilio por parte del Estado, en el capitalismo de compinches la acumulación de riqueza es consecuencia directa de distorsiones económico-legales encaminadas a beneficiar ciertas empresas a cambio de una propina por haber facilitado el negocio, o mejor dicho, la estafa.

Las formas en que los políticos facilitan la corrupción legal son múltiples, creativas y muchas veces pueden pasar desapercibidas como parte de una plataforma para beneficiar a la población, como por ejemplo: legislando impuestos a la competencia, estableciendo aranceles a productos extranjeros, otorgando subsidios corporativos, dando licencias especiales, concursando licitaciones amañadas, y muchas más que seguramente no tenemos ni idea pero que de alguna u otra forma ponen a ciertos empresarios siniestros en ventaja sobre los demás. Sin embargo, cual sea el método utilizado, es importante tener claro que este tipo de prácticas son tan dañinas al país como el mismo intento de acabar con nuestro orden constitucional.

Solo para dar una idea de lo destructivo que es, más allá de la desmesurada desigualdad artificial que provoca y los obstáculos que impone a quienes buscan salir adelante de manera honesta, el capitalismo de compinches también estimula la corrupción. Al no existir una vía decorosa para enriquecerse, muchos empresarios abandonan su función social de servir a la población con productos y servicios de calidad y redirigen sus esfuerzos a la compra de voluntades en el sector público en busca de algún beneficio legal que les dé ventaja sobre su competencia. Como resultado, nacen grupos de interés, la economía pierde su rumbo y la pobreza se agrava.

Por fortuna el capitalismo de compinches puede controlarse impulsando el libre mercado, es decir, limitando el poder de los políticos de intervenir en la economía. El único problema con esta solución es que todavía no es muy bien entendido que así como es de malo que un político invada las facultades de otro órgano, es igual de malo que intervenga en el libre funcionamiento del mercado. Mientras los economistas de nuestro país no le expliquen a la población y salgan a defender el libre comercio como muchos abogados de inspiración liberal defendieron el Estado de Derecho y la separación de poderes el 9 de febrero, el capitalismo de compinches y la pobreza seguirán existiendo en El Salvador.