La tarea de defender principios es una de las más duras que existe; también, por cierto, es una de las más ingratas. Pero aunque implique asumir riesgos y enfrentar poderes tenebrosos, pocas tareas resultan a la larga tan gratificantes como saber por qué se lucha.

El Salvador, no cabe duda, está atravesando una grave crisis de liderazgo. En buena medida, la razón que tiene a alguien como Nayib Bukele en el poder es la ausencia evidente de legítimos contradictores que sepan estar a la altura de las circunstancias. La sociedad salvadoreña en general se encuentra alienada, debilitada o acobardada. Entidades que hasta hace pocos años eran bastiones fuertes contra los abusos de poder o los atropellos a la institucionalidad democrática, hoy apenas asoman la cabeza, poniendo la excepcionalidad de la situación como excusa o enterrando la fuerza de su representatividad bajo toneladas de “actividades” que, en la práctica, no tienen repercusión alguna en eso que de verdad importa: la defensa de la democracia, la libertad y el Estado de derecho.

Hay quienes pretenden mantenerse al margen de la lucha histórica que les compete aduciendo que nunca se deben dinamitar los puentes de diálogo con el poder de turno. ¡Hombre, desde luego! El dilema no es tender puentes, sino quedarse aparcado en ellos. Instalarse para siempre en el diálogo con un gobierno que no escucha, y que, por el contrario, sigue avanzando en la destrucción de la democracia, no equivale a ser pragmático o “estratégico”: ¡es igual a ser cómplice! Sé que estas afirmaciones gustan poco en ciertas instancias. Hay quienes gustan de taponarse los oídos para no escuchar el derrumbe del país; otros, en cambio, preferimos hacer algo por evitar el derrumbe, aunque corramos el riesgo de ser aplastados.

Me gustó mucho la actitud de las organizaciones de la sociedad civil que acudieron a la cita que el Presidente les hizo algunas semanas atrás. Ellas aceptaron la invitación de buena gana, pero aprovecharon el espacio que se les abrió para decirle a Bukele, de frente, por qué están en profundo desacuerdo con la forma en que está gobernando. Tan tenso estuvo el ambiente, que el aparato propagandístico no pudo manipular los hechos. La estrategia comunicacional de las organizaciones fue, a cambio, muy buena: ofrecieron su propia versión tras la reunión y luego sus voceros han concedido brillantes declaraciones complementando la información dispersa. El resultado, haciendo balances, ha sido favorable a las organizaciones civiles: por una parte quedaron legitimadas por el poder (aunque fuera a regañadientes), y por otra no dieron chance a que el gobierno presentara la reunión como una muestra de su “apertura democrática”.

Imagino cuánto podríamos salvar en el país si todos actuáramos con ese “olfato”, con esa capacidad para “leer” los grandes desafíos actuales y responder a ellos con inteligencia y habilidad. Pero no todos están dispuestos. Algunos, de hecho, parecen haber olvidado que hay principios innegociables, como hay también deficiencias inocultables. Quieren mantenerse en la comodidad de sus excusas. Entre el mal consejo disfrazado de “prudencia” y la sugerencia realista que acarrea riesgos, eligen lo primero; porque el riesgo, en definitiva, les asusta.

Circunstancias extraordinarias requieren liderazgos extraordinarios. Quienes por diversas razones no crean estar a ese nivel, deberían ser honestos consigo mismos y apartarse. El país ya no está para juegos.