La sensación que nos produjo el resultado de la VIII Cumbre de las Américas fue de aburrimiento y desaliento, ante la expectativa que se había creado. De hecho el documento final fue como un saludo a la bandera; un saludo al tema central de la Cumbre, la corrupción, y un saludo al subyacente: la tragedia venezolana.

Y no fueron falsas expectativas. La Cumbre venía precedida de la decisión del Congreso y del gobierno peruano de retirar a Nicolás Maduro la invitación protocolar a su participación, dada la sumatoria de arbitrariedades cometidas contra la Constitución, la crisis humanitaria provocada, el desconocimiento de las facultades de la Asamblea Nacional, la destitución fuera de ley de la Fiscal General (antigua militante del chavismo) y, su participación como gobierno y Estado, en los más perseguidos delitos internacionales.

El clima estaba caldeado, se había destituido al presidente Kuczynski por su probable participación en el esquema Odebrecht, Lula había sido detenido y encarcelado, y Panamá había dictado medidas restrictivas contra el presidente Maduro, Diosdado Cabello y la primerísima combatiente Cilia Flores, esposa de Maduro y tía de los narcos detenidos en Santo Domingo y condenados en Nueva York. Se esperaba que a las sanciones de la Unión Europea, Canadá, Estados Unidos y Panamá, se uniría la casi totalidad de los países latinoamericanos y del Caribe. Pero no se sumaron, solo 16 terminaron firmando un escuálido documento haciendo un llamado, como siempre, al regreso a la democracia y el atender la tragedia humanitaria por la que atraviesa el país.

La Cumbre fue mortalmente herida cuando se anunció que el presidente Trump suspendió su participación dado que debía atender la crisis con Siria y de paso con Rusia. A ello hay que agregar los bien sostenidos argumentos del por qué se cuestionaba al régimen de Venezuela, y no al de Cuba, siendo ambos una declarada dictadura en su más estricta interpretación, violadora de los derechos humanos, la democracia y la libertad; los tres conceptos que constituyen la esencia y razón de ser de la ONU y la OEA, las organizaciones rectoras de los valores y sistemas políticos occidentales que nos rigen.

Faltó un líder, nadie quiere poner las barbas a remojar, quizá porque en el fondo la lucha contra la corrupción se le siente coyuntural y no de principios; no hemos interiorizado el valor fundamental de la democracia como sistema de vida ciudadana, y porque es más cómodo no meterse en problemas ajenos, mientras no nos los cause. Solo que la narcodictadura implantada en Venezuela, ya es un problema para la región, incluyendo a los Estados Unidos; un problema geopolítico y un problema de seguridad regional, que debe ser erradicado.

Algo positivo, ciertamente, fue la decisión de 16 países de no reconocer el resultado electoral presidencial del próximo 20 de mayo instrumentado por la narcodictadura. A ello se debe agregar que, de aquella “espada de Bolívar que recorre America Latina” alucinada por Chávez, solo se arrastra en un rocinante cualquiera en Bolivia, Nicaragua, Surinam y, con un dejo de nostalgia por lo que no fue, en El Salvador.

El balance es pues, eso, un balance, donde intervendrán diferentes factores y decisiones gallardas, oportunas y valientes para garantizar la liberación de Venezuela del cártel de Sinaloa; !Oh! perdón, del cártel de Miraflores y los Cuatrosoles. Liberación con los de adentro y los de afuera, y con la solidaridad internacional que espera nuestra decisión y acción.

Y en ese balance hay que reconocer la valentía de los 105 diputados que, acogiendo el mandato del Tribunal Supremo de Justicia en el exilio, asumió finalmente que, actualmente por la vía electoral, no hay manera alguna de desalojar del poder al cartel del crimen que martiriza a Venezuela, y amenaza a la región.