Mi columna de la semana pasada fue recibida con críticas por algunos lectores que siguen justificando los abusos cometidos durante la guerra civil, especialmente cuando los involucrados eran parte de las fuerzas armadas o de las instituciones de seguridad pública de entonces, lo que al final de cuentas era la misma cosa, igual que ahora, como si de una nueva idea se tratara. Uno de los argumentos utilizados, para justificar tan penosos hechos, es que en las instalaciones de la UCA, en algunas iglesias y hasta en conventos, se escondían armas o “se adoctrinaba a la juventud”, lo que habría justificado la intervención militar…, el mismo argumento que se esgrime al referirse a la invasión de la Universidad de El Salvador durante la misma época.


Irónicamente, los únicos que ingresaron con armas a universidades, iglesias o casas de retiro, y que además las usaron en contra de ciudadanos indefensos, es decir, que estaban desarmados y que, por lo tanto, pertenecían a la categoría de “no combatientes”, fueron los mismos uniformados que aseguraban, antes como ahora, que buscaban contrarrestar o evitar dichos riesgos para la paz ciudadana. Uno de los peores ejemplos de esto fue el hecho ocurrido en el Colegio Externado de San José durante la mañana del jueves 27 de noviembre de 1980, cuando pasadas las once de la mañana, un grupo de por lo menos veinte individuos armados, ingresaron en varios vehículos al interior del colegio, desplegándose por las oficinas del mismo y, con el rostro cubierto, desarrollaron un operativo en el que secuestraron a los miembros del directorio del “Frente Democrático Revolucionario” (FDR) quienes estaban reunidos desde muy temprano.


El FDR no era una organización clandestina ni guerrillera, en sus comunicados mostraba una clara opción por el diálogo y la negociación entre el gobierno y las fuerzas insurgentes, reconociendo el derecho de una parte de la población a hacer uso de su derecho de insurrección, dados los constantes abusos de que era víctima, y los fraudes electorales que precisamente habían dado pie al reciente golpe de Estado contra el general Carlos Humberto Romero. Esta organización contaba además con un amplio reconocimiento internacional, y uno de sus representantes, se había desempeñado pocos meses antes de su secuestro como ministro de Agricultura, por lo que su opción acentuadamente política y no militar era –o debió ser– incuestionable en aquel momento.


De lo ocurrido esa mañana se tienen varios testimonios, algunos fueron incluidos en el informe de la Comisión de la Verdad de 1993, donde se señala que: “El 27 de noviembre de 1980 fueron secuestrados, torturados y luego de un breve cautiverio ejecutados en San Salvador Enrique Álvarez Córdova, Juan Chacón, Enrique Escobar Barrera, Manuel de Jesús Franco Ramírez, Humberto Mendoza y Doroteo Hernández…”.


En el mismo informe se concluye que: “Fue una acción llevada a cabo por uno o varios cuerpos de seguridad pública y que la Policía de Hacienda realizó el operativo de seguridad exterior que facilitó y cubrió a los autores. El Estado no ha cumplido, por acción y, al no investigar debidamente los hechos, por omisión, en sus obligaciones, según el Derecho Internacional de los Derechos Humanos de proteger y garantizar a las personas el goce de sus más elementales derechos individuales…”.


Para nadie era un secreto que la zona donde se produjo el secuestro era una de las más custodiadas de la época, pocas cuadras al norte se encontraba la Embajada de los EE.UU. y contiguo al colegio, funcionaba el hospital privado más grande de la época, la posibilidad, por lo tanto de, actuar sin la cobertura o al menos la tolerancia de las autoridades era impensable. El hecho tuvo fuerte repercusión nacional e internacional, en nuestro país se acentuó el clima de terror y la apuesta por la solución militar entre todos los bandos en pugna. Junto con los cuerpos masacrados, el grupo de ultraderecha que se hizo responsable lanzó una advertencia: “A los sacerdotes afines a las bandas terroristas marxistas que correrán igual suerte si insisten en sus prédicas, que envenenan la mente de la juventud”. Dos semanas después se cumpliría esta amenaza contra cuatro monjas de la orden de Maryknoll.