Poco más de 20 días lleva el golpismo oficialista haciendo de las suyas y los resultados no pueden ser peores. Sin todavía un mes con mayoría parlamentaria, “Nuevas Ideas” ya está protagonizando la regresión democrática más brutal que El Salvador ha experimentado en 200 años de historia. He aquí un parámetro que no admitirá discusión en los anales políticos de nuestra sufrida nación: jamás nadie, antes de Nayib Bukele, había destruido tanto en tan poco tiempo.

Permitiéndonos una comparación odiosa pero ilustrativa, ni siquiera nuestro gran dictador del siglo XX, el general Maximiliano Hernández Martínez —que tampoco se enfrentó, por cierto, a una institucionalidad como la que aquí habíamos logrado construir desde 1992—, se vio en la necesidad de atropellar y consolidar poderes con semejante aceleración febril. Hasta él, que era teósofo, tuvo el escrúpulo de no autoproclamarse instrumento del destino en los albores de su tiranía.

La comparación es odiosa porque Hernández Martínez fue el perpetrador de una masacre que con justicia figura entre los capítulos más tenebrosos de la historia nacional, llamada del 32 porque fue a principios de ese año y a solo semanas de haber asumido, el 4 de diciembre de 1931, el mando del Ejecutivo. Hasta ese momento, quien había sido vicepresidente y ministro de guerra del depuesto mandatario, el laborista Arturo Araujo, también se había mostrado férreo defensor de la “soberanía nacional” reprimiendo los levantamientos sociales que él ligaba con el expansionismo internacional comunista (tesis que, dicho sea de paso, tenía más asidero material que algunos planteamientos nacionalistas que estamos escuchando hoy, en pleno siglo XXI).

¿Pero será la represión abierta lo único que separa ya al régimen de las “Nuevas Ideas” con lo que hace 90 años empezó a consolidar, también con asombrosa habilidad pero bastante menos rapidez, Maximiliano Hernández Martínez? Este paralelo no es aventurado si comprendemos lo que el General, expulsado del poder hasta 1944, fue haciendo para lograr sostenerse: militarismo progresivo, sumisión de los órganos judicial y legislativo —el Dr. Francisco A. Reyes, por ejemplo, diputado sin escrúpulos, fue el hombre fuerte en las sucesivas asambleas del “martinato”—, diseño de una Constitución ad-hoc a partir de 1938, fusión entre política nacional y política de partido —el ministro de hacienda, Rodrigo Samayoa, era a la vez presidente de Pro-Patria, vehículo partidario oficial—, desprecio absoluto de la oposición, lenguaje populista con ribetes de nacionalismo antiimperialista, persecución y anulación de potenciales liderazgos ciudadanos, manipulación de elecciones, culto a la personalidad y un muy amplio —ojo: ¡amplio!— respaldo ciudadano.

Los comicios de 1935, en los que Hernández Martínez revalidó el enorme apoyo que tenía, son proporcionalmente comparables a los que recién hemos vivido en febrero de 2021. No exageramos. Pro-Patria era una mezcla ideológica de fascismo europeo, populismo obrerista y falangismo español, al punto que llegó a ser conocido como un “partido nacionalista de masas”. En sus comienzos, los salvadoreños favorecieron con tal entusiasmo al General, que el historiador Juan Mario Castellanos, uno de los grandes estudiosos de aquel periodo, apoyándose en otro autor llega a afirmar: “Quizás no haya habido en la historia de la nación un presidente que haya comenzado con una base popular tan amplia como la que gozó Hernández Martínez en 1932”.

 

Que la historia se repite ya lo sabemos; lo que deberíamos evitar es que se repita en sus peores versiones.