Hace poco más de un año, todavía en medio del ambiente de euforia posterior al triunfo en las elecciones del presidente Nayib Bukele, publicaba en este periódico una columna de opinión en la que calificaba al relevo en el órgano ejecutivo como “Una oportunidad para la concordia” (DEM 25 de febrero 2019).

Quiero iniciar mi reflexión semanal transcribiendo el último párrafo con el que cerraba aquel esperanzador texto: “La amenaza autoritaria no se previene con más autoritarismo, la actual transición a un nuevo gobierno, más que cuestionar el pretendido bipartidismo salvadoreño, pone a nuestro país en la encrucijada de seguir un nuevo rumbo que requiere de la participación de todos los sectores nacionales. En esto, el futuro presidente de la Nación tendrá la mayor responsabilidad, ya que una de sus atribuciones es la de procurar “la armonía social” (Art. 168, Ord. 3° Cn.) no solo ejercer funciones de mando o de control, es por todo esto que una oportunidad para la concordia es ahora más importante que nunca, en tanto que ya fueron agotadas la mayoría de las opciones políticas, esta es la única vía que aún nos falta intentar a los salvadoreños, la que nos queda por construir”.

Un año después, en medio de una pandemia que ha transformado la visión del mundo y del gobierno, debo lamentar precisamente la falta de concordia y la abundancia de discordia provocada en su mayor parte por el gobierno de Bukele.

Su estilo autoritario no solo ha trastocado el orden constitucional que con tanto esfuerzo se había construido durante los últimos veintiocho años, sino que además, amenaza con destruir la de por si frágil democracia a la que muchos aspiramos volver, no para ponerle parches allí donde fue rota o interrumpida, sino para revitalizarla recuperando lo más valioso que este presidente nos ha quitado: la confianza en el funcionamiento de al menos algunas instituciones, la certeza de que nuestras vidas no sería invadidas por la arbitrariedad gubernamental y la seguridad jurídica que se desprendía al conocer con certeza, el contenido de las reglas predeterminadas para nuestro comportamiento y el de las autoridades.

Todo esto se ha visto interrumpido, y no fue necesario para que así ocurriera la propagación en el país de un virus mortal y global, esto ya pudo advertirse desde el día de la toma de posesión del mandatario: su discurso inaugural animó al desencuentro y no a la concordia entre salvadoreños, estuvo enfocado además en obtener un juramento de lealtad hacia su persona y no a las leyes vigentes que estaba jurando cumplir y, más delicado aún: inauguró una nueva forma de comunicarse con su propio gabinete y con la ciudadanía: mediante órdenes imperativas por redes sociales virtuales, en las que más importante parece ser el poner en evidencia la subordinación de sus colaboradores, que la eficacia o justicia de las mismas.

El presidente Bukele se coloca muy rápido en la larga tradición de quienes tuvieron en sus manos oportunidades históricas que luego se convirtieron en pérdidas para el país: igual que el presidente Saca, que pudo darle un rostro y un sentido más humano a la derecha, o como el presidente Funes, que como primer presidente de izquierda resumió apenas en un instante, la esperanza de poner fin a la impunidad, la corrupción y el abandono de los más pobres.

Bukele será recordado como el presidente que se tomó militarmente la Asamblea Legislativa ante su falta de capacidad política, el que desde su primera reunión con su consejo de ministros declaro el secreto absoluto de todo lo relacionado con la inteligencia estatal -aún en contra de la jurisprudencia constitucional- y como el comandante en jefe que inventó un nuevo concepto para una de las peores formas de violación de derechos humanos: “los trasladados”, vocablo que esconde miles de capturas ilegales a cargo de policías o militares y con la que contagió a unos con el COVID-19 y a todos con el virus del miedo, letal por partes iguales para cualquier sociedad.

No hubo concordia posible con un presidente que esconde su debilidad en el abuso de la fuerza, que desconoce los principios básicos de la empatía que le permitirían imaginarse el diario vivir de los más pobres de nuestros conciudadanos, ya que su delicada imagen solo es perceptible en una pantalla, pero no sobre el territorio. Nunca hubo un presidente más distante, nunca hubo otro inquilino en Casa Presidencial con semejantes ínfulas de emperador.