Sin llegar a ser una “matrix”, como fue calificada por una profesora en mi universidad, sí es cierto que la Administración pública es una realidad que nos envuelve todos los días y con la cual los ciudadanos nos relacionamos de muchas maneras: desde solicitudes para la obtención de diversos documentos, pasando por diversos servicios hasta la realización de concretas prestaciones para satisfacer los derechos económicos y sociales.

También esperamos, más bien damos por sentado, que la Administración pública se encargará de gestionar los asuntos de interés general: construcción de infraestructura, como puertos, aeropuertos, carreteras, escuelas y hospitales (más importante en la actual coyuntura de crisis sanitaria); defensa y seguridad pública; protección diplomática y consular (especialmente a los varados); vigilancia y control de la calidad del agua, alimentos o medicamentos; conducción de la economía, por lo menos para alcanzar y mantener unos adecuados indicadores macroeconómicos, etc.

Todas las constituciones reconocen a las personas, nacionales o extranjeras, una serie de derechos que implican prestaciones dadas por el Estado, por las cuales sus titulares “reciben algo” de las entidades públicas: salud, educación, protección al medio ambiente, asistencia legal para la defensa de sus derechos ante los tribunales, regulación y vigilancia –o directamente realización– de servicios públicos esenciales como agua potable, transporte, generación y distribución de energía eléctrica, gas, telefonía o internet. En tal actividad “prestacional”, se hace evidente la necesidad de una Administración pública que actúe con eficiencia, objetividad, transparencia y apego a la legalidad.

Igual o más importante que lo anterior es el cumplimiento de tales postulados cuando los ciudadanos se enfrentan a la actividad sancionadora de dicha administración. El sistema legal está lleno de previsiones que amenazan con sancionar con una multa o con arresto a quien incurra en una infracción, de tránsito, tributaria, profesional o de otro tipo. Aquí no solo existe el riesgo de que el ciudadano no reciba las prestaciones ordenadas por la legislación, sino que sea privado de sus derechos, propiedad o libertad, por la presunta comisión de la infracción administrativa.

En ese contexto, una innovación importante en nuestra legislación ha sido el reconocimiento a todos los ciudadanos en su relación con la Administración pública, de un derecho que es calificado por la ley como fundamental: el derecho “a la buena Administración, que consiste en que los asuntos de naturaleza pública sean tratados con equidad, justicia, objetividad e imparcialidad y que sean resueltos en un plazo razonable y al servicio de la dignidad humana” (art. 16 de la Ley de Procedimientos Administrativos).

El análisis en profundidad de su contenido nos permite identificar algunas obligaciones correlativas con los ciudadanos: permitir su participación en los procedimientos en que tengan interés –lo cual implica el acceso pleno a los expedientes, registros y archivos respectivos–; una actuación de las entidades estatales que garantice objetividad, celeridad, transparencia y apego a la legalidad; pero sobre todo la posibilidad de recibir una reparación adecuada, es decir una indemnización, cuando haya una lesión a los derechos como consecuencia del funcionamiento normal o anormal de la administración.

En nuestro país han sido constantes los señalamientos de deficiencias en la actividad de las entidades públicas, lo cual no solo implica un desconocimiento de los derechos ciudadanos, sino una desviación del cometido de la Administración. La nueva legislación puede dar mucho de sí en la ordenación y control del cumplimiento de tales objetivos, pues la cosa pública no es el “coto de caza” de ningún partido o grupo de amigos; gestiona millones de dólares que pagamos todos con nuestros impuestos para que las actividades antes identificadas se realicen de manera eficiente, al servicio de los ciudadanos.

Nuestro sistema legal, en desarrollo de postulados constitucionales, postula ahora la exigencia de una buena administración, que gire en torno a la satisfacción de los derechos e intereses de los ciudadanos, cuya dignidad y derechos son el centro de nuestra Carta Magna. La mezcla de intereses puramente político-partidarios con el interés general que debe regir el funcionamiento de las entidades públicas, ha producido por años una distorsión intolerable que al final se traduce en una afectación a los usuarios, y que debe ser corregida. Tenemos por delante una importante oportunidad.