De fomentar el odio a instaurar el miedo solo existe un paso. Los regímenes autoritarios dan ese paso con naturalidad porque quien promueve el resentimiento contra ciertos “culpables” suele quedarse muy pronto sin argumentos, en la medida en que la eliminación de esos supuestos responsables no trae la prosperidad tan ofrecida. Entonces surgen las decepciones y la resistencia social empieza a formarse. Pero también es entonces cuando la respuesta desde el poder incluye, irremediablemente, la represión.

No es la popularidad de una temporada, ni siquiera ganar un par de elecciones importantes, lo que legitima la autoridad de una persona o de un gobierno. Eso se obtiene a punta de respetar las reglas democráticas, que incluso limitan el poder que se ha alcanzado.

Las masas —ya lo sabemos— pueden equivocarse mucho en un proceso electoral concreto. He aquí una buena razón para explicar por qué la más perfecta democracia no puede ser el único camino para establecer la moralidad de una decisión colectiva. Pero si el bien y el mal objetivos no descansan en mayorías coyunturales, tampoco la democracia y la libertad subsisten ahí donde una mayoría permanece aletargada.

Para conjurar el miedo, sin embargo, se necesita algo más que un abstracto sentimiento de insatisfacción. No basta compartir con amigos las frustraciones que comienzan a aflorar, espontáneamente, en una sociedad que ha sido engañada. Se necesita luchar contra la inercia del abatimiento echando abajo dos muros muy grandes: el de la desconfianza y el de la inmovilidad.

La idea de defender la libertad debe unir siempre a las personas, por encima de las diferencias legítimas que puedan tener en otros campos. Estar de acuerdo en todo es imposible en cualquier sociedad democrática, pero a una sociedad que pretende luchar por su democracia sí le conviene aspirar a la unidad en esa lucha. Si las amenazas contra el porvenir de todos los sectores es real, enfatizar en aquello que distingue a cada sector es contraproducente; lo que corresponde es hacer las diferencias a un lado, por un tiempo prudencial, a fin de luchar juntos contra quien pretenda, mediante la concentración del poder, imposibilitar la discusión libre y abierta de cualquier controversia.

El otro muro que debe derribar toda resistencia ciudadana es el de la inmovilidad. Las personas de carne y hueso a las que alienta el mismo objetivo patriótico deben salir de la comodidad de sus hogares y encontrarse en la calle, en la plaza pública, en los centros de convocatoria más populares. Viéndose a la cara, marchando hombro a hombro, literalmente “acuerpándose”, quienes enfrentan a una tiranía deben mostrar que la causa les motiva al punto de estar “presentes” allí donde se les necesite.

Un ejemplo exitoso de resistencia social que consiguió romper la desconfianza y la inmovilidad fue el movimiento sindical obrero “Solidaridad”, que a través de la unión de muy diversos sectores derribó como castillo de naipes al régimen comunista de Polonia en 1989. La confluencia de miles de personas en las calles de Varsovia, sin distingos de clase, trayectorias o creencias, conjuró el miedo que por décadas había impuesto aquella tiranía oprobiosa.

Es imposible vivir eternamente bajo el miedo; la libertad, en cambio, es la hermosa meta que une a los diferentes y motiva a los pusilánimes.