El fomento del odio es un instrumento muy útil para la acumulación de poder político. A través de la emocionalidad de las masas, a las que poco a poco enseña a odiar, quien ostenta el poder va ejerciendo cada vez mayor control sobre la sociedad, porque en las personas el sentimiento “contra” algo suele activarse con menos obstáculos que el sentimiento “a favor” de algo.

Friedrich Hayek lo explicó así: “Le es más fácil a la gente ponerse de acuerdo sobre un programa negativo, sobre el odio a un enemigo, sobre la envidia a los que viven mejor, que sobre una tarea positiva. La contraposición del ‘nosotros’ y el ’ellos ’, la lucha contra los ajenos al grupo, parece ser un ingrediente esencial de todo credo que enlace un grupo para la acción común. Por consecuencia, lo han empleado siempre aquellos que buscan no solo el apoyo para una política, sino la ciega confianza de las masas”.

El líder populista es, por encima de todo, un sistemático activador de las emociones —mientras más básicas, mejor— de los pueblos. Conducen a su gente a punta de exaltación, de desmesura discursiva, de motivaciones cargadas de maniqueísmo; desde el puro blanco y negro, todo lo que plantean se proyecta a lo que algún día se logrará si los “enemigos” revientan o si muy concretas situaciones sufren una transformación radical (liderada por ellos, claro).

Y no es que los verdaderos estadistas no hayan sabido mover los sentimientos de sus seguidores, sino que supieron identificar el tipo de emociones que despertaban y fueron controlados a la hora de encauzar, siempre hacia el bien objetivo, esas emociones.

Antes que enseñarles a odiar a los nazis, Winston Churchill pidió a los británicos “sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas” en una lucha desigual contra la tiranía, y fue así como encabezó la resistencia heroica del único país que se mantuvo solo contra Hitler antes de aparecer Estados Unidos. Abraham Lincoln, victorioso de la Guerra Civil norteamericana, pudo haber perpetuado las heridas del conflicto incentivando venganzas por doquier; lejos de eso, abanderó un proceso de reconciliación que galvanizó los frutos de la paz y evitó a su pueblo un nuevo desastre. ¿Y qué decir de Nelson Mandela, solicitando el perdón de sus compatriotas sudafricanos luego de la larga pesadilla del Apartheid, o de Václav Havel, amnistiado desde la presidencia a los mismos líderes del régimen comunista checo que lo habían encarcelado?

Es sencillo entender la diferencia. Hugo Chávez desarticuló social y económicamente a Venezuela tras haber convencido a las masas de que él sería mejor que los “malditos burgueses vendepatrias”. ¡Tanto odio para llegar al poder, acumularlo hasta la demencia y destruir con él a una nación entera! Lo mismo puede decirse de tantos otros populistas que instrumentalizaron las emociones negativas de la gente contra el status quo, los partidos tradicionales, la “oligarquía”, o lo que fuera, con tal de concentrar el poder y convertirlo en un surtidor de beneficios personales y atropellos contra los demás.

El odio, pues, aunque tenga su momento a la hora de impulsar carreras políticas, siempre termina exhibiendo las miserias de aquellos que son incapaces de encarnar una legítima fuerza moral. Preguntémonos cuánta división y rencor necesita un “líder” despertar en sus seguidores, y sabremos qué lugar deshonroso le asignará finalmente la historia.