“…Yo misma soy mi mejor crítico, y el más duro. Yo misma sé lo que está bien escrito, y lo que no. Quienes no escriben no saben lo bonito que es escribir. Antes siempre me lamentaba por no saber dibujar, pero ahora estoy más contenta de que al menos sé escribir. Y si llego a no tener talento para escribir en los periódicos o para escribir libros, pues bien, siempre me queda la opción de escribir para mí misma… ¿podré escribir algo grande algún día? ¿Llegaré algún día a ser periodista y escritora?...”.

Estos eran los anhelos y los sueños de una niña de apenas 13 años, fueron registrados el miércoles 5 de abril de 1944, en el diario personal que ha sido inmortalizado por la calidad humana del testimonio que contiene, pero además por la industria del cine y gracias a la difusión escolar del texto de generación en generación. Al final, Ana Frank se convirtió en una gran escritora, gracias a esta crónica de los dos años de encierro que se prolongó, entre junio de 1942 hasta agosto de 1944, período durante el cual, ocultándose de las autoridades de ocupación de la Alemania Nazi, compartió una pequeña habitación con ocho personas más en el centro de Ámsterdam.

En ninguna de las páginas de su diario, nos da cuenta Ana Frank de algún hecho de violencia contra su persona o contra las otras mujeres que la acompañaron en su escondite. Todas tuvieron que sortear las dificultades propias del encierro, del racionamiento de los alimentos, del poco espacio disponible y hasta de las amenazas constantes de intrusos que intentaron encontrar su guarida, así como del temor permanente ante posibles delatores entre los empleados de su padre, quienes ocupaban las oficinas contiguas en el piso inferior y que seguramente escuchaban “ruidos extraños” en el desván.

Traigo a cuenta estos detalles ante la difícil realidad que otras niñas y mujeres viven en medio de la cuarentena forzada por la pandemia, quienes al miedo ante el posible contagio y al sufrimiento físico y psíquico por el racionamiento de la comida y del agua, deben sumar el miedo al agresor que tienen en su propia casa. Ya la Directora Ejecutiva de ONU Mujeres, advirtió de la existencia de una “pandemia en la sombra” que seguramente afecta a 243 millones de mujeres y niñas de entre 15 y 49 años, que ya en los últimos doce meses, habían sido víctimas de violencia sexual o física por parte de un hombre, ya sea familiar o compañero sentimental.

No puede aspirarse a “volver a la normalidad” teniendo en cuenta la magnitud de esta pandemia paralela y subterránea, no es posible que para la mitad del género humano, la lucha por la sobrevivencia requiera además de la capacidad de su sistema inmunológico, las posibilidades de resistencia individual en un entorno de peligro, debido a la impunidad del hombre agresor y la omisión de autoridades y hasta gobernantes.

Nada de esto es normal, y la pandemia, con su necesidad de mantener el confinamiento, de utilizar los centros de resguardo para mujeres víctimas de violencia como hospitales de emergencia, e incluso al estar priorizando en algunos hospitales la atención a las pacientes con síntomas del conavirus, por sobre las víctimas de violencia de género, ya sea física o psicológica, estarían privando a niñas y mujeres de alternativas viables para su salvaguarda y protección.

En El Salvador, las autoridades del Ministerio Público reportan al menos cuatro feminicidios desde que inició la emergencia en el mes de abril, pero durante el año, según datos de la Fiscalía General de la República, los casos denunciados por violencia contra las mujeres superan los mil trescientos. A lo anterior, debe sumarse que la actual cuarentena obligatoria ha privado a las víctimas de violencia de género de los mecanismos de denuncia presencial, atención médica o psicológica y hasta de las redes de apoyo que desde la sociedad civil, acompañaban a las víctimas en una tarea que debería ser prioritaria para las autoridades estatales.

Ana Frank tenía un sueño que logró materializarse solo tras la pérdida de su vida en el campo de concentración de Bergen-Belsen, donde terminó contagiada de tifus junto a su hermana mayor. No podemos permitir que más de setenta años después, y con tantos avances en la legislación y la tecnología, nuestra indiferencia y falta de empatía condene a otras niñas y mujeres al peligro, y a que no tengan más certeza cotidiana que el miedo y el sufrimiento.