Nos encontramos cerca de las elecciones presidenciales de 2019 y todo parece indicar que seguiremos reproduciendo el modus operandi característico de los involucrados y que nos sitúa, cada cinco años, en un mismo punto de lo que parece un círculo vicioso: la contienda se concentra en ataques entre candidatos, además de consignas rimbombantes y promesas hacia la población que carecen de sustentación técnica. Luego, cuando la persona electa asume el poder y se enfrenta a la tarea de cumplir sus promesas, generalmente observamos incapacidad para lograrlo. Cuando finaliza la gestión de gobierno y nuevamente llega el periodo electoral, muchos recurren al «voto de castigo» o abstenerse, dejando la decisión del rumbo del país en manos de quienes votan a ciegas o se guían por fanatismos ideológicos.

En El Salvador el ejercicio ciudadano del voto debiera escribirse con «b», pues en cada elección se desperdicia la oportunidad de votar por quien compruebe idoneidad para el cargo. Esto obedece a que no se exige a los candidatos demostrar la viabilidad (económica, social, política y especialmente fiscal) de sus propuestas de programa de gobierno. Pareciera que vence quien mejor se camufla con toda una serie de artificios propios del mercadeo político, del circo mediático de las campañas electorales.

Mientras esto se repite en espiral, los problemas estructurales del país siguen sin resolverse, adquiriendo dimensiones más complejas que demandan soluciones más amplias. Por ejemplo, el vencimiento de bonos del Tesoro por $2,200 millones condiciona el futuro de cualquier programa de gobierno, y sobre todo, las posibilidades de desarrollo del país. Una reforma fiscal que responda a éste y otros desafíos de unas finanzas públicas en números rojos es una urgencia que debería encabezar los discursos y debates de los candidatos.

En la contienda electoral por la presidencia para el periodo 2019-2024, el centro del debate debiese ser la política fiscal, la columna vertebral que sostiene y respalda la viabilidad financiera de cualquier promesa de campaña. Consecuentemente, para fomentar el desarrollo democrático real y dejar atrás la demagogia, debiese quedar clara la agenda de cada candidato en materia de ingresos y gastos públicos, del manejo de la deuda pública, la transparencia fiscal y la participación ciudadana en las decisiones, entre otros aspectos. Idealmente esto debiese ser una de las condiciones necesarias para decidir nuestro voto, ya que sin estos elementos queda en entredicho la capacidad del futuro gobierno para responder de manera integral y efectiva a las necesidades del país.

No podemos darnos el lujo de botar la oportunidad de cortar la espiral de ineptitud e irresponsabilidad que predomina en las elecciones. Debemos exigir desde ya el tratamiento de estos temas por medio del diálogo abierto, transparente e incluyente que permita conocer la política fiscal que aplicaría cada candidato, si es que han pensado y estudiado en aplicar alguna. Sólo con una propuesta adecuada de política fiscal es que el gobierno siguiente podrá ofrecer garantías para encaminarnos en la senda del desarrollo.

Debemos replantear nuestro comportamiento ciudadano: exigir respuestas claras, concretas y, sobre todo, técnicamente respaldadas para las preguntas determinantes para la próxima gestión de gobierno. Ya hemos aprendido que sin una ciudadanía activa, el día de las elecciones lo que hemos hecho es botar y no votar. Toca que las y los políticos sientan y sepan que votamos.