En estos días, personas de distintas profesiones, oficios, estratos sociales y hasta culturales, me manifestaban un gran asombro por las acciones que está tomando el actual Fiscal General de la República. Me externaban que ese tipo de cosas “no tenían precedente” en el país, que eran muy novedosas, muy sorprendentes, casi similares a las expresiones que escuchaban cuando la recién finalizada Sala de lo Constitucional comenzaba hace algunos años a dictar sentencias que representaban un verdadero control al poder público.

Pero estas expresiones de sorpresa y asombro se dan por algo que debería ser una actividad normal y corriente de un funcionario de la talla del Fiscal General, dadas las facultades y el papel constitucional que tiene asignado; pero ocurren, precisamente, porque ha sido la “normalidad” que los funcionarios que suelen ser electos por la Asamblea Legislativa -léase correlaciones y bloques mayoritarios y partidarios-, han sido siempre sujetos con vinculaciones, afinidades, simpatías y lealtades partidarias. De tal suerte que en el ejercicio de su función fiscal existiese siempre un espacio “vedado” de investigación criminal, el cual solía ser siempre el del interés de los partidos políticos y el de “personalidades” que de alguna forma pudiesen proyectar su influencia económica o de otro tipo para quedar fuera de cualquier investigación criminal. Durante largo tiempo el Ministerio Público en general ha sido cooptado –como muchas instituciones públicas- por las “piezas” de la partidocracia, con el resultado que un breve recuerdo al pasado nos puede fácilmente entregar: Algunos casos sí podían ser investigados, pero otros no podían ser investigados. Algunas personas podían ser investigadas y/o acusadas de delitos, y otras simplemente se encontraban fuera de cualquier investigación/acusación. Esto fue así, no podemos negarlo.

La partidocracia no aprende las lecciones ni las quiere aprender, baste recordar cómo el anterior Fiscal General estuvo a punto de ser reelecto como tal, inclusive con apoyos provenientes del mismo partido en el gobierno, y no fue sino que casi en último minuto se tomó la decisión de no apoyarlo, entre otras razones, por una oposición pública que realizó el exalcalde de San Salvador a tales apoyos del entonces “su partido”, y por otras expresiones públicas que distintos sectores hicieran de que tal reelección no era aceptable ni tolerable, por ser percibidas muchas de las actuaciones del exfiscal Martínez como poco transparentes y bastante oscuras, y a quien en distintas investigaciones periodísticas se le vinculaba con algunos personajes que hoy están siendo procesados junto a él. Pero hay que decir que la intencionalidad de reelegirlo existía y las expresiones de apoyo a ello venían incluso de personajes de mucho peso dentro del propio partido en el gobierno.

Pero la partidocracia no aprende, ni quiere aprender, y ahí tenemos una muestra de actualidad de ello: Lleva casi un mes la Asamblea Legislativa sin elegir los nuevos magistrados de la Sala de lo Constitucional –en franca, descarada y festinada contravención a la Constitución–, porque sin lugar a duda alguna, están viendo la manera de llevar a sus “piezas” partidarias, para poder controlar correlación en las decisiones de esta institución, y para que les sirvan de “tapaderas” de la abominable y descarada corrupción, cuyos procesos investigativos ya están en curso en la oficina de probidad de la Corte Suprema de Justicia. Esos son los verdaderos y mezquinos “cálculos políticos” que realiza la partidocracia para “controlar” la institucionalidad, y volver la misma, una institucionalidad partidocrática y no una institucionalidad democrática.

La partidocracia no entiende, ni quiere entender, que la única manera en que nuestra democracia avance y evolucione es a partir del establecimiento de un verdadero, real y pleno Estado de Derecho, y éste no puede existir de modo alguno, si no es a partir de una verdadera, real y plena institucionalidad democrática; esto es, que las instituciones públicas a partir de la actuación de los funcionarios electos para presidirlas, deben ser capaces, honestos, probos, pero sobre todo INDEPENDIENTES de los designios de los partidos políticos o de cualquier otro indebido, pues si esto ocurre, el funcionamiento y las acciones de las instituciones estarán sujetas no al irrestricto sometimiento al imperio de la Constitución y las leyes, sino a los muchas veces sectarios intereses de los partidos políticos que hayan establecido las correlaciones legislativas para hacerlo.

Por tanto, el principio del fin de la corrupción y de la impunidad comienza por el desmantelamiento de la rancia partidocracia y el pleno establecimiento de la institucionalidad democrática.