En una sociedad llena de carencias y desigualdades como la nuestra, cualquier privilegio debería estar amplia y suficientemente justificado antes de convertirse en costumbre, ya no se diga cuando se trata de incluirlo en una ley. Me estoy refiriendo a privilegios que hoy se cuestionan y de los que hace mucho tiempo gozan ciertos funcionarios públicos por la simple razón de serlo, no por merecerlo, y que en la mayoría de casos no serían capaces de costeárselos por sí mismos, o de dar pruebas de que estos sean imprescindibles para lograr el cumplimiento de metas y de resultados acordes con su misión. Imposible.

Me refiero al privilegios que trae aparejado el cargo público y que cubre a quien lo ejerce con un aura de infalibilidad que en realidad no existe y cuya justificación solo se pone a prueba ante la opinión pública, cuando el privilegiado lo contrapone con torpeza ante cámaras, en medio de algún escándalo a altas horas de la noche, o alegando su aplicación ante un inminente encausamiento penal, cuando no como reacción desaforada –nunca mejor dicho- ante investigaciones periodísticas que destapan su involucramiento en casos de corrupción o enriquecimiento ilícito.

Mientras circunstancias como las anteriormente mencionadas no ocurran, el funcionario luce sus privilegios sin pudor y a la orden del día: desde cuantiosos salarios que lo alejan de la realidad que comparten quienes reciben un salario mínimo, hasta el contar con pólizas de seguro médico que garantizan la salud de grupos familiares completos, así como su alejamiento del sistema hospitalario público al que obligadamente deben confiarse los menos privilegiados, que sin embargo, son los que costean con sus impuestos ese otro nivel de vida dispendioso y deslumbrante del que tan pocos gozan.

Por esto surgen demasiadas preguntas cuando se revisan las imágenes de archivo sobre las gigantescas mansiones de algunos exfuncionarios, o los vehículos deportivos de dos plazas tan del gusto de otros, o las colecciones de armas de fuego de aquel presidente, o las casa de playa de su socio y hasta los viajes a centros turísticos del Caribe o Europa, pasando por la asistencia de más de alguno a partidos de futbol durante el campeonato mundial, o la afición del actual mandatario por los helicópteros de última generación.

Todos estos son indicadores de un estilo de vida poco ético si se tienen en cuenta la pobreza y las necesidades de muchos conciudadanos, así como la poca efectividad de los sistemas de rendición de cuentas y de contraloría pública con los que se cuenta en el papel, no en la realidad, porque lógicamente, si un estilo de vida es tan dispendioso como el que muestran algunos funcionarios, este solo podría justificarse si los mecanismos de vigilancia sobre el origen de su riqueza funcionaran, y si esta fuera proporcional a su salario oficial o se ajustara a la riqueza familiar heredada o bien habida. ¿Cuántos podrían probar lo anterior?

El privilegio pues, se ha terminado aceptando sin que se contraste a fondo con la realidad en la que se ejercen las funciones que dice facilitar. El privilegio no es otra cosa más que la exención de obligaciones personales gracias a una concesión que en nombre de la soberanía le han otorgado a los funcionarios sus pares, los ciudadanos, y que gracias a este –el fuero constitucional es un ejemplo- deberían sus titulares sentirse más libres para expresar su opinión, ejercer su voto y alzar la voz en nombre del bien común, que no es tan común en los tiempos que corren.

La experiencia de los últimos días en torno a la situación personal y legal del diputado Arturo Magaña constituye una suma de la mayoría de aspectos que se vienen tratando hasta aquí: ya falleció uno de sus acompañantes con los que se conducía tras una noche de fiesta, y tras manejarse con aparentes síntomas de ebriedad, a altas horas de la noche, sin que posteriormente se practicaran los exámenes toxicológicos de rigor, ni tampoco se entregara al funcionario involucrado a la autoridad competente.

El privilegio de saberse impune borró los límites de la conducta humana y dejó en evidencia las consecuencias del abuso en plena vía pública. La enseñanza debería ser que nadie que actué buscando el bien necesita de privilegios, y que una sociedad donde la simple existencia es ya una cuestión de suerte, tampoco debería de aceptarlos.