Veinte años han pasado desde el atentado más terrible que los Estados Unidos de América han sufrido en su suelo. Dos décadas ya de aquella imagen escalofriante de aviones chocando contra las Torres Gemelas del Wold Trade Center de Nueva York, personas desesperadas lanzándose al vacío, bomberos y policías heroicos buscando víctimas entre escombros y nubes de polvo negro. Demasiadas cosas cambiaron aquel día. Nada volvió a ser igual.

Parecía una película de Hollywood. Quienes contemplábamos en vivo el atentado simplemente no podíamos dar crédito a nuestros ojos. Pero era cierto: presenciábamos el ataque más infame que los enemigos de Norteamérica han realizado en la historia. Eventualmente los responsables serían castigados, pero en ese momento el terror se convertía en la realidad más inmediata del mundo.

Los viajes aéreos, por ejemplo, se transformarían para siempre. Los requisitos de seguridad se extenderían globalmente, acrecentando el estrés de los abordajes y las entradas aduaneras. Transportarse de un país a otro jamás recuperaría la comodidad que alguna vez tuvo. Pero es que el planeta entero no conseguiría librarse del todo de aquel fantasma del miedo: si para alguien existía la justificación necesaria, la vida humana —cualquier vida humana— podía ser sacrificada.

La fragilidad de nuestra condición en medio de los conflictos es un pensamiento al que debemos volver con cierta frecuencia. No con el objeto de martirizarnos mentalmente, sino para ahondar en lo que tiene de trascendencia y de misión finita nuestro paso por esta tierra. La reciente pandemia nos ha colocado ante una reflexión semejante. Dado que la muerte es una realidad inminente, tal vez más cercana de lo que pensamos, ¿qué vale la pena rescatar de cada momento que vivimos, en qué radica la importancia de lo que hacemos, dónde se encuentra lo verdaderamente importante?

A raíz precisamente del coronavirus y sus estragos, el cardenal Robert Sarah (Guinea, 1945) compartió el año pasado unos pensamientos muy valiosos que me permito transcribir aquí:

“En pocas semanas, la gran quimera de un mundo materialista que se creía todopoderoso parece haberse hundido. He aquí que un virus microscópico ha puesto de rodillas a este mundo que se contemplaba a sí mismo ebrio de autosatisfacción porque se creía invulnerable. El término epidemia había sido superado, era un término medieval. De repente, se ha convertido en nuestra cotidianidad.

Nos hemos dado cuenta de que la muerte no era algo lejano. Hemos abierto los ojos. Lo que nos preocupaba —economía, vacaciones, polémicas mediáticas— ha pasado a un inútil segundo plano. Es imposible no plantearse la cuestión de la vida eterna cuando cada día nos informan del número de contagiados y fallecidos… (Pero) la experiencia del confinamiento ha permitido que muchos redescubran que dependemos real y concretamente los unos de los otros. Cuando todo se desmorona, solo quedan los vínculos del matrimonio, la familia y la amistad. Hemos descubierto de nuevo que somos miembros de una nación y, como tales, estamos unidos por lazos invisibles pero reales”.

Somos frágiles, vulnerables y dependientes. Todo puede cambiar en segundos. Los poderosos y radicales de este mundo podrían disponer de nosotros cuando deseen. Pero así como el miedo no debe paralizarnos, tampoco la muerte se anuncia como el final de todo. El significado trascendente de lo que hemos hecho, amado y sufrido mantiene su resonancia en la eternidad. ¡Se nos ha regalado el tiempo para inundarlo de vida!