Hacer lo correcto no es fácil. Si lo fuera, el bien estaría tan extendido que cubriría una parte considerable de las injusticias que sufre la humanidad. Además, pese a que todos podemos y debemos hacer lo correcto, no todos estamos dispuestos a asumir las consecuencias que ello trae consigo.

Seguir los dictados de la propia conciencia es dificultoso porque a veces llega a resultar antipático a algunas personas, cuya conciencia tal vez es más, digamos, “todoterreno”. Obvio: para quienes no desean corregir lo que está mal, e incluso para aquellos que objetan el bien por desconocimiento, lo que se hace en aras de una convicción o un principio puede parecer dañino, inoportuno o falso. Lo conveniente en estos casos, sin embargo, es fortalecerse en la seguridad de estar haciendo lo que se debe, aunque ello propicie agravios.

A veces, cuando se hace lo correcto, no queda más refugio ni más consuelo que la certeza de estar haciéndolo. Punto. Azota el vendaval de la incomprensión, se desatan las olas del resentimiento, despliegan sus malas artes los intereses creados, y solo la conciencia limpia mantiene firmes las decisiones, porque queda, pese a todo, la íntima seguridad de estar cumpliendo con el deber.

Hacer lo correcto está siempre al alcance de todos. Sin importar dónde estemos o qué actividades desempeñemos, no habrá día que pase de largo sin habernos dado alguna oportunidad de hacer el bien. Y aprovechar esa oportunidad, cuando se presenta, es la forma en que agradecemos el don de la conciencia.

¡Qué duro es, para quien se sabe culpable, combatir las recriminaciones de la conciencia! Incluso si llegase a engañar a todos, presentándose como víctima, ¡qué fuerte resuenan en su cabeza esas verdades que no es capaz de admitir frente al mundo! Por el contrario, la paz interior que experimenta quien está seguro de haber actuado con nobleza de intención no tiene precio. Así como la más eficaz de las simulaciones no conseguirá nunca que lo incorrecto deje de serlo, la más terrible de las incomprensiones siempre será mejor que una conciencia en llamas.

“La paciencia todo lo alcanza”, solía decirse a sí misma la gran reformadora del Carmelo, Teresa de Ávila, cuando se lanzaban contra ella las peores injurias y difamaciones. Y ser paciente significa hacer el esfuerzo supremo de comprender que toda apuesta por lo bueno genera resistencias. De mala fe o no, oponerse a la verdad, a la ley, a la responsabilidad, a la dignidad humana, hará que algunos profieran chismes y otros ataquen con vileza. ¿Qué puede hacerse entonces sino ejercitar la tolerancia y la paciencia? ¿Qué causa que valga la pena merece la imposición como estrategia o el conflicto pedestre como forma de lucha?

Y puesto que hacer lo correcto implica asumir riesgos, tampoco faltará la tentación de evitarnos complicaciones y dejar que las cosas sigan igual. Incluso habrá quien aconseje: “No te metas en líos. Nadie va a agradecerte por lo que estás haciendo”. En esos momentos, sin embargo, es conveniente sobreponerse a la comodidad. Tal vez nadie lo agradezca y quizá la reputación solo sea una fracción de lo mucho que se arriesgue, pero el insobornable tribunal de la conciencia terminará dando su veredicto, y esa absolución vale más que cualquier prestigio o la suma de todos los agradecimientos humanos.