Tremendo lío se armó el pasado seis de diciembre, cuando el Presidente Donald Trump, en un acto sencillo pero muy formal en la Casa Blanca, firmó el traslado de la Embajada de los Estados Unidos de Tel Aviv a Jerusalén, la capital del Estado de Israel, y ciudad santa para los judíos de religión. Iba a agregar santa igualmente para los cristianos, pero esta reflexión no se sustenta en el hecho religioso, para ser consecuente con la necesaria separación del Estado de la religión.

En realidad no fue el reconocimiento de Jerusalén como la capital de Israel, que no lo necesita, ni el de cualquier Estado, para instalarla donde debe estar por derecho, por la historia y por decisión nacional, respaldada por la Knéset (Asamblea unicameral). Además, es la sede del gobierno, de su gabinete, del Parlamento y del Poder Judicial.

Allí, en esa ciudad, los embajadores presentan sus respectivas Cartas Credenciales ante el Jefe de Estado.

El uso exacto de las palabras, su definición, concepto y contexto es vital; imaginemos su importancia en un documento legal, formal. También encierran un alcance ideológico, político, cuando así se las quiera utilizar, con independencia de su significado literal. Eso lo entendió Joseph Goebbels, el Jefe de propaganda nazi cuando afirmaba que, a fuerza de repetir una mentira, se convertía en una verdad aceptada.

Lo cierto es que cuando se habla de zonas ocupadas por Israel, en este caso de Jerusalén oriental, no es, ciertamente, una zona ocupada. Ocupada en el lenguaje militar y político tiene el sentido de lo provisional, porque se está allí, en posesión de ese espacio, en razón de la fuerza o las circunstancias, que alguna vez deberá regresar a su estado anterior. Israel no ocupó ese espacio, lo recuperó. Y lo recuperó en 1967 con la llamada Guerra de los Seis Días del Reino de Jordania, que se había aliado con Egipto para invadir a Israel. Así como también recuperó el territorio de Judea y Samaria, llamada ahora Transjordania.

No es un recuento histórico lo que presentamos, sino algunos antecedentes que nos ubican en la capital del Estado de Israel, una democracia parlamentaria, no confesional, multiétnica y multicultural.

El Salvador y Venezuela, junto a una docena de países más de la región, tuvieron sus embajadas en Jerusalén. Venezuela hasta los ochenta, cuando por presión internacional y el asunto del petróleo (OPEP) mudó la sede diplomática a Tel Aviv.

Cuando se instaló la Embajada por primera vez, se hizo en Jerusalén, y le correspondió ese honor a nuestro poeta y embajador don Vicente Gerbasi, como nos lo recuerda otro Embajador eximio, Milos Alcalay.

El Salvador mantuvo su Embajada en Jerusalén hasta el 2006 (con una breve interrupción en los 80), fecha en la cual se instaló en Tel Aviv.

De manera que, en esto hay que ser honestos, hoy existe un pueblo palestino, un gentilicio, pero el conflicto inicial fue generado y sostenido por los árabes. Israel está dispuesto a reconocer un Estado palestino, pero la Autoridad Palestina se niega a reconocer la existencia del Estado de Israel.

Finalmente, hay que recordar que el pueblo, la nación de los Estados Unidos, a través de sus senadores y diputados, demócratas y republicanos, con la totalidad de ambas cámaras (menos del 1% se abstuvo o votó en contra), en 1995, reconoció a Jerusalén como la capital del Estado de Israel, e instó al Ejecutivo a trasladar su Embajada a esta ciudad, algo que no hicieron los sucesivos presidentes.

Hasta ahora, que Trump decidió obedecer el mandato legislativo para, a partir de la realidad, buscar la paz en la convivencia y mutuo reconocimiento. Lo demás es ideología, conveniencia, miedo o ignorancia.