Se veía venir, tenía que venir, no había otra manera de terminar algo que comenzó como comenzó. Y comenzó cuando Daniel Ortega decidió y así lo anunció, que su esposa Rosario Murillo, sería su compañera de fórmula presidencial, en la vicepresidencia de la República de Nicaragua. ¡Púchica!, como expresan los salvadoreños sorpresa, admiración o desproporción ante un hecho fuera de lo común, exclamé.

El Canciller, con voz apagada y compungida concluyó su contrapropuesta: “…por lo que urjo a la comunidad internacional, específicamente a los países de América Latina y el Caribe, a respetar la autodeterminación del Estado de Nicaragua para restablecer la paz y la seguridad, sin injerencias de ningún tipo”.

No sabemos qué pensar sobre lo que encierra este opúsculo del amohinado canciller nicaragüense, al exponerlo el pasado miércoles en la sala plenaria del Consejo Permanente de la OEA, donde exigió no meterse en los asuntos internos de Nicaragua, al propio tiempo que responsabilizaba a “grupos internacionales terroristas” de provocar la violencia e incentivar un golpe contra el gobierno.

Por supuesto, sometida a votación fue derrotada en forma contundente, solo tres países lo apoyaron: Nicaragua, Venezuela y San Vicente y Las Granadinas. Luego hablaremos de las abstenciones y ausencias.

Por el contrario, se aprobó el original proyecto de resolución presentado por Argentina, Canadá, Chile, Colombia, Costa Rica, Estados Unidos y Perú, condenando la inmisericorde represión desatada por el gobierno, exigiendo el desmantelamiento de las bandas paramilitares y el adelanto de la elección presidencial exigida por la población. Propuesta que fue respaldada por 21 países, con tres votos en contra (ya sabemos cuales), siete abstenciones y tres ausentes.

Mientras esto sucedía, la gallarda e indoblegable Masaya y su barrio Monimbó (que sonoros nombres, parece una canción de los hermanos Mejía Godoy a ritmo de acordeón, guitarras y tambores), fue sometida al asedio de las fuerzas policiales y de las bandas paramilitares portadores de potentes armas de guerra, como los Ak-47 y los morteros antitanques RPG 7 de origen soviético (rusos hoy en día). Por supuesto la tomaron, luego de siete horas de resistencia.

Aún resuena el llanto del párroco del barrio de Monimbó, Augusto Gutiérrez, al narrar la caída de los jóvenes que se enfrentaban con piedras y morteros caseros a tan desigual combate.

También, mientras esto sucedía, se realizaba en La Habana un nuevo Congreso del Foro de Sao Paulo, con la hilarante presencia de Nicolás Maduro, Evo Morales, Dilma Rousseff y la nostálgica ausencia de Lula, pero con un inmenso buzón donde los asistentes podían escribirle cartas al famoso preso brasileño, quien desde su lugar de reclusión aspira a un nuevo mandato presidencial. Todo muy acorde con el realismo mágico de nuestro continente. Por supuesto, el tema fue Ortega, la compañera Murillo, los yanquis, y la revolución.

No hablaron de los carteles de la droga, los bancos de Andorra y Hong Kong, la sharia, los Papeles de Panamá y de cómo conciliar Hezbolla, Hamas, Dash con las propuestas libertarias, feministas, de género, y demás luchas de esta parte del mundo occidental.

Llama a reflexión esa solidaridad automática entre los pares, no con la verdad, sino con la ideología (hoy en día no sabemos exactamente cuál ideología les une), antes era la marxista, hoy más bien es con las autocracias del continente y déspotas del mundo. Viene al caso porque en un país como Nicaragua donde han venido cayendo todos los días jóvenes, gente humilde, mujeres campesinas, el pueblo en rebeldía, a quien se dice representar y por quienes se lucha, gobernantes como Nicolás Maduro, Evo Morales y Salvador Sánchez Cerén se solidarizan no con el pueblo y sus demandas, sino con el victimario, con el opresor, el que mandó a las tumbas a más de 350 compatriotas en solo tres meses.

Esta solidaridad automática por encima de la verdad nos sitúa ante una nueva perspectiva de lo que deben ser las relaciones entre los pueblos y los hombres, entre los países. Si bien es cierto que la OEA o la ONU, cumplieron su función en su momento y circunstancias, hoy la pertenencia a organismos multilaterales debe ser en función de los valores que comparten, como la democracia, la libertad, el respeto a las minorías, y a los derechos humanos. Definitivamente nos encontramos frente a una exigencia que los pueblos deben resolver, porque la defensa de esos valores no puede quedarse en meras exortaciones.