El pueblo hebreo por más de mil años estuvo prisionero dentro de los muros del imperio faraónico, añorando anhelante el día que pudiera retornar a la tierra promisoria, donde manaba leche y miel para sus moradores. De hecho, los historiógrafos han reconocido que en todas las culturas del pasado siempre existió una búsqueda incansable por encontrar esa “tierra promisoria”, que logró en nuestra América que razas tan superiores como los nahoas, mayas e incas, se desplegaran a lo ancho y largo del continente, construyendo ciudades y templos monumentales, lo mismo en las intricadas selvas, como en los áridos desiertos, o las nevadas cimas de los altiplanos peruanos, que hasta el presente constituyen pruebas admirables del ingenio y la tesonera laboriosidad del ser humano. Los hebreos superaron el muro de los desiertos y la belicosidad de sus enemigos tribales, hasta que pulverizaron los muros de Jericó y tomaron posesión de su tierra prometida, un acontecimiento que aún se viene evocando en algunos ritos judíos.
En la época de los reyes absolutos de la Francia del siglo XVIII, se erigió el muro autocrático de prohibir toda manifestación intelectual o de protesta popular, que fuera en contra de ese sistema opresor. Los reyes, para costear su boato real, sus instintos desbordados en regias orgías, no dejaban que el intelectual galo expresara su disconformidad abiertamente y sujetaban al pueblo a duras condiciones de impuestos excesivos, condenándolo a penas infamantes si desobedecía sus mandatos tributarios. Pero las ideas circularon a pesar de ese muro y un día, quizás el menos esperado, el pueblo parisiense se levantó enardecido, armado incluso con escobas y rastrillos, hasta lograr que cayeran los muros de La Bastilla, cárcel emblemática del absolutismo imperante. Revisando la historia contemporánea, también Hispanoamérica como la América anglo-francesa, estuvo sometida a muros comerciales y políticos, construidos mediante decretos desde Europa, por cortes cuyos monarcas nunca viajaron a conocernos y eso produjo que, desde finales del siglo XVIII hasta principios del siglo XIX, surgieran los movimientos independentistas de los próceres que todos conocemos, cuyas epopeyas evocamos con respeto digno. En una gran nación europea, un movimiento ideológico, en apariencia reivindicador de los campesinos y obreros (simbolizados en una hoz y un martillo), dio paso a un gigantesco muro de esclavitud para millones de personas, que pasaron a ser “cosas pertenecientes a la Cortina de Hierro soviética”. Y por su participación armada contra el régimen nazi de Adolfo Hitler, ese imperio esclavizador también construyó un muro divisorio en la capital alemana de Berlín. A varias décadas de distancia, ni esa cortina de hierro llamada “Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas”, ni sus satélites esclavos, ni el muro berlinés, ya no existen más en el espacio. Una vez más quedó comprobado que la humanidad no aguanta, no soporta por mucho tiempo, los muros que le impiden avanzar a una “tierra promisoria”, que siempre se mira en lontananza, impulsándola a proseguir la marcha eterna del progreso y desarrollo que son anhelos invívitos del género humano.
No os preocupéis del mañana, dijo el santo Maestro de Galilea. Cada día trae sus afanes y uno de ellos será contemplar, una vez más, caer los muros de incomprensión contra la migración latinoamericana, por capricho ciego de un hombre que, al cabo, solo será un “ave de paso” en el poder de nuestros apreciables vecinos y amigos estadounidenses.