Pero el sentido de vivir en sociedad es que tengamos una vida digna sin importar dónde vivimos, cual es nuestro apellido o si tenemos o no dinero. La Constitución Política salvadoreña establece en su artículo 1 que «…es obligación del Estado asegurar a los habitantes de la República, el goce de la libertad, la salud, la cultura, el bienestar económico y la justicia social». Y el artículo 3 es claro al indicar que todas las personas somos iguales ante la ley. Pero para cumplir esto se requiere que el Estado cuente con los recursos suficientes para financiar bienes y servicios públicos universales.
Este punto es clave. Generalmente, cuando se habla de finanzas públicas, todas las preocupaciones se centran en el tema de la sostenibilidad fiscal, lo cual es importante, pero no lo más importante. Imaginemos que para hacer sostenibles las finanzas públicas se requiere obtener UD500 millones por medio de la reducción del gasto público, por lo que se recortan USD500 millones a los ministerios de Educación y Salud. Posiblemente se logre en el corto plazo el objetivo de la sostenibilidad, pero ¿a qué costo? Al costo de mercantilizar el bienestar de muchas personas al no garantizársele gratuitamente el acceso a la educación y la salud.
Por eso, es importante poner sobre el debate ciudadano un elemento que hasta ahora ha estado ausente en las discusiones sobre las finanzas públicas: la suficiencia fiscal. El Estado logra la suficiencia fiscal cuando los gastos públicos alcanzan para cumplir con las obligaciones de la administración pública —entre ellas atender efectivamente las necesidades de la población— y los ingresos públicos son suficientes para cubrir los gastos necesarios para atender dichas necesidades, utilizando la deuda de una manera estratégica y racional de tal forma que sea una herramienta de desarrollo y no un lastre.
En El Salvador, al priorizar la sostenibilidad de las finanzas públicas –algo que, dicho sea de paso, no se ha logrado– la política fiscal ha provocado una mayor mercantilización del bienestar, reduciendo el gasto social, particularmente en las áreas de educación y salud, y afectando principalmente a los niños y niñas, tal como lo reflejan la caída de las tasas de matrícula de educación y la reducción en la cobertura de vacunación.
Más de alguien ha llegado a plantear que los bienes públicos deberían dirigirse únicamente a las personas que viven en pobreza, es decir, convertir las obligaciones del Estado en actos de caridad, ya que los pobres no pagan impuestos. Sí, porque además se ha construido una narrativa que en este país solo pagan impuestos un puñado de personas, obviando intencionalmente que cada vez que alguien compra leche, huevos, azúcar, café, gaseosa… está pagando impuestos, aunque viva en pobreza extrema.
Por eso, es importante tener presente que en la política fiscal es donde se decide el tipo de sociedad que queremos construir. Ahí se establece quiénes pagan impuestos y en cuánto lo hacen, pero también donde se acuerda quiénes no lo hacen. Y también dónde se esgrime las prioridades de gasto público, quiénes serán los beneficiarios y quiénes no. Pero además donde se acuerdan los derechos que se van a garantizar y cuáles no.
Ante estos desafíos vale la pena preguntarse ¿el actual gobierno va a continuar con la mercantilización del bienestar o le apostará a una política fiscal diferente que sea suficiente para garantizar derechos? El documento que define las bases fiscales del nuevo gobierno debe hacerse público antes del 31 de agosto, y el presupuesto de 2020 debe presentarse en septiembre. Ambos serán buenos instrumentos para empezar a conocer la respuesta.