Un conductor que paga “mordida” para evitar una multa de tránsito; una funcionaria que acepta regalos de una empresa a cambio de “ayudarle” con la aprobación de un estudio de impacto ambiental; un ministro que acepta un “cargo ad honorem”, pero que recibe un sueldo como consultor; una diputada que contrata de asesor a un familiar; un alcalde que vende tierras municipales por debajo de su valor; un empresario que paga viajes a funcionarios a cambio de obtener un trato preferencial en procesos de contratación pública; una presidenta que desvía fondos públicos para financiar campañas electorales de su partido; y así, la lista puede seguir infinitamente. Las situaciones descritas muestran las diferentes caras con las que puede manifestarse la corrupción, uno de los problemas públicos más grandes del mundo y del cual nuestro país no está exento.

El mes pasado Transparencia Internacional publicó los más recientes resultados del Índice de Percepción de la Corrupción (IPC), que, con base en una metodología definida, asigna a los países una calificación entre 0 y 100, en función de los niveles de corrupción que se percibe que existen; entre más cercana a 100 es la puntuación, la percepción es que un país es menos corrupto. En la edición 2019 del IPC, El Salvador obtuvo una nota de 34 sobre 100 puntos posibles, o si lo pusiéramos en la escala de calificación de nuestro sistema educativo, el resultado sería 3.4, es decir, estaríamos aplazados. Esta puntuación nos sitúa por debajo del promedio mundial de 43 puntos y en la posición 113 de 180 países. Esto, lo que revela es que, en un mundo lleno de corrupción, nuestro país se percibe como uno de los más corruptos.

Las consecuencias de la corrupción no se limitan a una pérdida de recursos financieros, sino sobre todo a las oportunidades perdidas y derechos incumplidos. Cada dólar que se pierde en actos de corrupción se traduce en bebés sin sus vacunas, niñas sin acceso a la educación, padres de familia obligados a migrar, abuelas sin una pensión digna.

Además, la corrupción se traduce en una pérdida de legitimidad de lo público, de los liderazgos políticos, de los funcionarios electos y de la democracia de los países. Lo público deja de ser el espacio para la garantía de derechos y pasa a ser el mecanismo con el cual unos pocos roban los impuestos que pagamos todas las personas.

Ante un desafío tan complejo, la solución dista mucho de ser sencilla. Un primer paso es que tanto los actores políticos como la ciudadanía reconozcan que la corrupción es la práctica más democratizada de nuestras sociedades, es ajena a cualquier ideología, está presente en el ámbito público y privado; pero no por ello se debe seguir normalizando. No hay corruptos buenos y corruptos malos; por lo tanto, ya basta de señalar al corrupto del otro partido y defender a los corruptos del mío.

Los mejores antídotos para combatir la corrupción son, en primer lugar, la transparencia y la rendición de cuentas. Los recursos públicos no caen del cielo o salen de los bolsillos del presidente, de los ministros, magistrados o diputados, sino de la ciudadanía, la que paga los impuestos. Es por eso tan importante que se garantice el derecho de acceso a la información y el principio de máxima publicidad sobre el uso y destino de los recursos públicos. Además, es necesario que el sector público fortalezca su sistema de pesos y contrapesos; limite la influencia de quienes representan los intereses económicos privados en la política; y, cree mecanismos de participación de la ciudadanía en la toma de decisiones de política pública, especialmente en las diferentes etapas del presupuesto.

En el contexto salvadoreño, el gobierno en funciones tiene varias preguntas pendientes de responder: ¿cuál es su agenda de transparencia y anticorrupción?, ¿esos esfuerzos se limitarán a la cicies (con minúsculas)? ¿Por qué se niega el derecho a la información sobre los viajes de funcionarios y además se tolera que estos sean financiados por entidades privadas, incluso cuando es prohibido por la ley? ¿Cuándo se crearán mecanismos que permitan la participación ciudadana en la discusión del presupuesto público? ¿Por qué se insiste en mantener los gastos del Organismo de Inteligencia del Estado como reservados? Y así hay muchas preguntas más, pero para decir que en este Gobierno no veremos la corrupción de siempre, bien haría con empezarlas a contestar cuanto antes.