Hace años, siendo director de cierta escuela, se me acercó una madre de familia para suplicarme que “de nuevo aceptaran a su hijo en el plantel”. Extrañado, le pregunté el motivo del ruego y me dijo que una maestra lo había expulsado. Como no tenía datos de aquella medida, llamé a la colega y ella me informó que se vio “obligada a separar al niño, porque solo llegaba a pelear con los demás alumnos”. Cuando cité de nuevo a la madre del niño, lo llevaba consigo y observé que tanto en la cara, como en los brazos, aquel pequeño tenía cicatrices de golpes. Le inquirí por aquellas señales y la señora me dijo que “el niño por desobediente, recibía castigos del padre, quien le pegaba con la hebilla del cincho para hacerlo entender”. Entonces, tomé una decisión: “Traiga al padre mañana mismo y después veré si aceptamos de nuevo a su hijito”, le dije.

En efecto, al día siguiente llegó el padre. Un vendedor informal del lugar y muy dado a ingerir bebidas alcohólicas. Le interrogué si era cierto que castigaba al pequeñito dándole con la hebilla del cincho y lo aceptó. Aun más, lo justificó: “Mire, profesor. De este niño me llueven quejas de que pasa solo peleando por todos lados y quiero enderezar su conducta a puros latigazos”. Entonces, le respondí: “Mire, amigo. Vamos a recibir de nuevo al niño, pero usted dejará de pegarle groseramente, porque quien origina esa mala conducta del niño es usted.

Cuando lo castiga con demasiada dureza, diría crueldad, ese niño no puede descargar su rabia contra su persona y se desquita con los niños más pequeños que vienen a la escuela”. Además, le impuse que llegara a una terapia psicológica una vez por semana y le pedí que fuera a un grupo de recuperación alcohólica, por lo menos seis meses. Debo confesar que el niño completó su año escolar, observó buena conducta y logramos en su padre un cambio radical, retornando la armonía en las relaciones hogareñas.

Traigo a cuentas este caso real, tomado de mis experiencias magisteriales, para referirme a la loable decisión del Gobierno actual de combatir la violencia criminal, incluyendo en ella, el rubro importante de la prevención. Y aquí es donde considero plantear que esa prevención para evitar que niños y jóvenes caigan en las redes terroristas de las pandillas, debe y tiene que enfocarse en los hogares y en las escuelas, mejor dicho, en las comunidades educativas.

A propósito, el recordado maestro de mi inolvidable Escuela Normal “Alberto Masferrer”, don Andrés Soriano Navidad, después abogado, solía decirme que si la obra hominizadora del educador no tiene apoyo en los hogares, simplemente “se habrá arado en el mar”. Tiene que existir un vínculo, un lazo de armonía, de esfuerzos conjugados entre lo educativo y lo familiar. Y, extendiendo esa red de acciones benéficas, tenemos que considerar en la prevención el medio donde está inmerso el hogar del alumno: la comunidad en sí. De allí que el proyecto preventivo de la violencia, debe abarcar el rol de las municipalidades, asociaciones de desarrollo comunal (Adescos), iglesias locales, grupos artísticos, asociaciones deportivas, talleres existentes, etcétera.

Por estar alejado desde hace muchos años del quehacer educativo, ignoro si en los actuales planteles escolares aún funcionan las sociedades de padres de familia y aquellas “escuelas para padres”, a cuyas sesiones invitábamos psicólogos, trabajadoras sociales y religiosos quienes, con buena voluntad, brindaban gratuitamente charlas motivadoras y orientadoras.

Considero que los medios escritos, radiales y televisivos también podrían sumarse a esta gran cruzada de la prevención criminal, mediante lemas, “jingles” apropiados, “spots” educativos y otras estrategias difusivas. Es la Patria que nos pide, como hijos suyos, el mayor esfuerzo posible, para rescatarla del peligro cruel al que actualmente se enfrenta. Es un reto enorme, pero los retos son los que despiertan conciencias y estimulan las mentes para encontrar soluciones…