En los Estados Unidos es muy fuerte la normatividad que se les reconoce a las libertades de expresión y religiosa de la primera enmienda. A diferencia de la situación europea, se considera que la mejor manera de protegerlas no es impidiendo que alguien se exprese o manifieste su adhesión a un determinado credo –difícilmente se aceptaría un delito como el negacionismo del holocausto o controles tan intensos como los ejercidos sobre la Cienciología–, sino facilitando que otros sujetos expresen sus ideas y demuestren el error de quien afirma falsedades –sigue siendo un concepto dominante el del “mercado de las ideas” que postuló Holmes en un ya famoso voto disidente–, y permitiendo que cualquier persona profese la religión que le plazca, con unos límites muy laxos, los cuales en todo caso están sujetos a revisión judicial.

La jurisprudencia constitucional de nuestro país nuevamente ha tenido ocasión de pronunciarse sobre el tema de la laicidad, neutralidad religiosa o aconfesionalidad del Estado, en el proceso de Inc. 117-2018, fallado el 10 de abril del presente año, aunque dado a conocer en la presente semana, en el que conoció la impugnación de la inscripción del candidato a la Presidencia de la República por el partido Vamos. El argumento del demandante era que el ciudadano inscrito ostentaba la calidad de ministro, pastor o reverendo de un culto, lo cual habría contrariado el art. 82 inc. 1° de la ley fundamental, que prohíbe a los ministros de cualquier culto religioso que opten a cargos de elección popular.

En el mencionado pronunciamiento, la Sala afirma, de manera más clara a como lo había dicho anteriormente, que a la base de la laicidad está el principio democrático de la tolerancia, de modo que “la diversidad de opiniones, la pluralidad de valores, la criticidad del pensamiento y la competencia permanente de visiones alternativas, dejan de ser males o peligros para el desarrollo social y, por el contrario, se reconocen como bienes o valores positivos e indispensables para el progreso”.

También se profundiza lo dicho hasta ahora, en cuanto a que la regulación constitucional del “ámbito de lo religioso” se hace sobre la base de ciertos principios, entre los cuales destaca la libertad positiva –es decir, la facultad de toda persona para elegir cualquier idea, concepción o creencia sobre lo religioso, o incluso ninguna, sin que se le pueda impedir tal elección–, y la libertad negativa –la imposibilidad de forzar a alguien para que profese un determinado credo o para que pertenezca a una asociación religiosa–; pero también la igualdad religiosa, según la cual ningún credo o asociación religiosa goza de prerrogativas sobre las otras. Para esto último, ni siquiera es argumento válido el reconocimiento expreso a la personalidad de una iglesia determinada, como lo hace el art. 26 de nuestra Constitución, porque el mismo artículo facilita a los otros grupos religiosos a que obtengan su personalidad, cumpliendo los requisitos legales.

Remitiéndose a lo que se considera un verdadero leading case en materia de libertad religiosa, la Sentencia de 22-V-2013, Inc. 3-2008, la Sala hace derivar de la laicidad estatal el que se protege el fenómeno religioso a título individual, pero a la vez “las instituciones públicas no hacen suya ninguna concreta opción de las muchas que se manifiestan en el seno de una sociedad pluralista”. No obstante, se afirma que laicidad no es antagónica al fenómeno religioso, pues en el mismo Preámbulo de la ley fundamental, los constituyentes afirman poner su confianza en Dios, de lo cual deriva que la creencia del individuo, incluso funcionario, en un ser superior, no es en sí misma contraria a la laicidad.

Al analizar en concreto la exigencia de que los candidatos a los principales cargos públicos sean “del estado seglar”, el tribunal hace una interesante acotación: la prohibición no aplica para cualquier miembro de un culto, “prosélito o feligrés”, sino a quien “ostente un cargo de jerarquía, de estamento o dirección, de una religión, iglesia o secta (sic)”; no, por tanto, para cualquier persona que exprese su adhesión a un credo o realice actos de culto vinculados con él, porque la limitación, se concluye, está vinculada a la pertenencia a la jerarquía religiosa, pero no al hecho de profesar una religión, credo o creencia.