No sé tú, salvadoreño, hermano mío, pero yo… ¡amo la libertad! Y la amo con tanta pasión, con tanta energía vital, que estaría dispuesto a perder la mía con tal que mis hijos conservaran la suya. Me concibo encarcelado, reducido a la sombra, sometido a la injusticia…, pero no soporto la idea de ver a los amores de mi vida creciendo bajo una tiranía. El sacrificio está lejos de ser el más sombrío de mis sueños; claudicar en la lucha por la libertad de mis hijos… ¡esa sí es una pesadilla!

No sé tú, compatriota, hermano mío, pero yo no tolero a los déspotas, a los que se gozan en la humillación ajena, a los que pisotean la dignidad de los demás. La existencia de ellos, sin embargo, su ambición desmedida, su triste avidez por el poder —pura y dura miseria humana—, me parece menos sorprendente que tu escaso amor por la libertad. Tú y yo deberíamos querer defender el futuro de los que amamos al menos con el mismo deseo que mueve al opresor a tratar de arrebatarles ese futuro. Sin estar a la altura de esa excelsa tarea, ¿qué autoridad moral nos queda para pedirles a nuestros hijos que sean virtuosos, que practiquen el bien, que sean coherentes con sus principios?

Ya lo decía Martin Luther King: “Tendremos que arrepentirnos en esta generación no tanto de las acciones de las malas personas sino de los pasmosos silencios de la gente buena”. No sé a ti, pero a mí me remueven la conciencia estas palabras. Y las hago mías pensando que aquel gran líder de los derechos civiles también pensaba en la batalla por los derechos de cualquier ser humano, en cualquier lugar donde fueran mancillados, precisamente como está ocurriendo hoy, aquí y ahora, en este pequeño terruño que es nuestro. ¿Te animarás, me pregunto, a dar tu aporte en ese generoso combate?

Conozco tus objeciones y tus temores, salvadoreño, hermano mío; entiendo perfectamente la magnitud de semejante cita con la historia. No es nada fácil superar la cobardía, vencer la comodidad, los intereses propios y las pequeñas mezquindades. Nadie sabe, además, cuántas agallas tiene hasta que le toca contarlas. Pero la valentía, te lo aseguro, es una virtud que arrastra desde su propia esencia, cuando el que ni siquiera sabe que es valiente empieza a mostrarse digno de los valores que debe defender. Entonces surgen, espontáneamente, los líderes que Dios tiene escogidos, no porque estén preparados, sino porque es Él quien los ha elegido.

No sé a ti, compatriota, pero a mí lo que me encanta de san Óscar Arnulfo Romero no es que fuera audaz para decir la verdad, sino que su personalidad y su psiquis estuvieran tan absolutamente lejanas de esa audacia que las circunstancias le exigían. Pero fue así como Dios exhibió en él, con tanta fecundidad, Su grandeza. Si algo debemos admirar en nuestro Arzobispo mártir es que se dejara llevar por Jesucristo, con esa docilidad, ¡hasta el máximo sacrificio!

Mahatma Gandhi alguna vez expresó: “Mañana tal vez tengamos que sentarnos frente a nuestros hijos y decirles que fuimos derrotados. Pero no podremos mirarlos a los ojos y decirles que viven así porque no nos atrevimos a pelear”. Pues no sé tú, salvadoreño, hermano mío, pero yo sí estoy dispuesto a luchar, incluso a ser víctima de persecución e injusticia, a verme encerrado en una prisión. Todo lo que suceda, créeme, será poco, ¡con tal que mis hijos vivan en un país libre de dictadores!