Me nacionalicé salvadoreña por varios motivos. Por un acto de respeto a un país que me ha dado mucho. Lo hice como un tributo a mi esposo, mi hija, mi familia, mis grandes amigos y por todos esos maravillosos seres humanos que me han marcado desde que Dios dispuso a El Salvador como mi destino.

Me impulsó también el deseo de ser más activa en la toma de decisiones de nación. No me refiero a hacer carrera política, sino a tener una participación política por medio del valor más importante de una democracia: el ejercicio del voto.

Soy una convencida que las elecciones son una fiesta cívica en la que todos estamos obligados a participar, pero reconozco que sus anfitriones te matan las ganas de asistir. Sincerémonos, los que compiten a cargos públicos son todo menos representantes del pueblo, porque de lo contrario la realidad del país sería otra.

De qué sirvió apostar por un cambio, cuando lo único que cambió fue el estatus financiero de unos cuantos. Para los que se subieron al bus, se pusieron la camiseta y gritaron consignas con bandera en mano o aquellos que cuidaron urnas en las zonas más difíciles, su única recompensa fue un jugo, una pieza de pollo y la obligación de seguir trabajando en un país que no fabricó empleos, pero al parecer sí muchos pandilleros.

Que el apático sea más apático o que la lista de desencantados crezca es culpa de quienes dicen trabajar por el bien de El Salvador, pero están atados de pies y manos a una directriz partidaria que responde a intereses muy puntuales e ideológicos.

Ni siquiera los “rostros nuevos” y dizque con agenda propia han demostrado la diferencia, porque se convirtieron en una minoría dentro de una mayoría de ortodoxos.

El problema de los novatos no es ser minoría sino ser débiles, porque se han dejado vencer sin dar una lucha más frontal, sin defender con fuerza aquello en lo que creen oponiéndose a la imposición de sus cúpulas.

Entonces, para qué votar por otras alternativas si terminan siendo opciones timoratas que, con escasísimas excepciones, apenas y salen retratados en las fotos.

Al final de cuentas, votar termina siendo un acto de democrática complicidad de un pueblo con las malas decisiones de quienes escogen a los que terminan siendo sus representantes.

¿Por qué complicidad? Porque a pesar de la evidente falta de voluntad de actuar ante temas urgentes y de las negociaciones poco transparentes que anteceden decisiones de país, la reacción ciudadana siempre es la misma: resignación y pasividad.

Y como un círculo vicioso, cada tres o cinco años, se regresa a las urnas cargando la cruz de la decepción, pero guardando la esperanza de que esta vez será diferente, a sabiendas que no existe tal diferencia.

El ideal democrático es elegir representantes del pueblo que no se dobleguen ante una presión partidaria. Personas dispuestas a defender lo que creen a costa de lo que sea, porque están convencidos que es lo correcto. Que no intente maquillar sus declaraciones luego de recibir un regaño de la cúpula. Funcionarios dispuestos a sacrificar el “engorde de su billetera” y la aspiración de entrar al mundo empresarial con tal de demostrar que se codea con gente honesta. Líderes de nación capaces de elegir a especialistas y técnicos en cargos clave, y no solo amigos y dirigentes partidarios que se aprovechan de sus cargos para tener en números negros sus finanzas. Si no se cuenta con ese tipo de personas, de qué vale la política, de qué vale darle legitimidad por medio del voto.