No existe una forma correcta de violar la Constitución. Por esta razón es que aquellos que la redactaron, dotaron a sus normas de rigidez acentuada y de una protección reforzada. Ambas características constituyen principios básicos del derecho constitucional y son básicos para conducir los destinos de la república.

Los últimos días sin embargo, el órgano Ejecutivo, por medio de algunos de sus funcionarios de confianza o incluso el mismo presidente de turno, se han dedicado a postular un “relativismo constitucional”, con base al cual, principios como el de reserva de ley en materia de restricciones a derechos, el de inviolabilidad de la morada y hasta el debido proceso, la presunción de inocencia y el de publicidad de la ley , estarían siendo supeditados al estado de emergencia en que se vive debido a la pandemia.

Nada más alejado de lo que el mandatario juró cumplir el día de la toma de posesión en su cargo. La legalidad en sí misma no es un fin, es un medio que permite que la voluntad del titular de cualquier institución pública, goce de la legitimidad democrática necesaria para que esta surta efectos, en la medida que se atenga al mandato que se le ha confiado. Es decir, la voluntad presidencial parte de la ley para transitar dentro de la ley y volver a la misma, no solo es el punto de partida, a lo largo de su proceso de formación mediante un decreto u orden, esta debe atenerse, como lo expresó de manera inigualable el jurista español Eduardo García de Enterría: “a aquellos principios que justifican su existencia”, y esto es precisamente lo que no está ocurriendo en El Salvador.

Policías y militares que detienen y lesionan a ciudadanos, asesores jurídicos que ni siquiera son funcionarios de elección popular atacando a los parlamentarios que no aprueban sus arbitrarias propuestas, ministros del gabinete presidencial deliberando en temas y materias que no entienden ni les corresponden -como el caso del ministro de la Defensa Nacional, para citar solo el peor ejemplo- todas estas situaciones que riñen con los principios constitucionales de separación de poderes y rendición de cuentas, permanecen vigentes y no han sido puestos en cuarentena ni siquiera durante estado de emergencia, cuando son estos más urgentes que nunca.

El origen de esta confusión mental y conceptual, ni es desinteresada ni es accidental. En nuestro medio político y jurídico parece que ha calado hondo la idealización de la legalidad entendida como la simple facultad de producir normas sin cuestionar su contenido. Para el caso: la pretensión del Ejecutivo de obligar a que las personas permitan el ingreso a sus viviendas del personal de salud, que suele acompañarse de policías y militares, contradice el derecho a la libertad e intimidad de sus titulares, sin embargo, las reacciones en contra parecen enfocarse en que esto no sería procedente, no por la infracción de derechos, sino más bien, por no encontrarse incluido en una ley en sentido formal, es decir, que hasta para disentir se ataca la forma, no el contenido.

Ante esta clase de dilemas es que el jurista Luigi Ferrajoli insistía en sus escritos de hace dos décadas sobre la necesidad de construir en cada país una “democracia sustantiva” que supera a la meramente formal, en la calidad y legitimidad de sus contenidos, los cuales solo pueden concebir al poder público, como una estructura jurídicamente organizada que haga posible la vigencia y el goce, al mayor número de personas, de sus derechos humanos jurídicamente reconocidos. Nada más y nada menos. Desde esta concepción de la democracia sustantiva, bien poco vale que alguien tenga facultades para aprobar normas o leyes, si estas no ajustan su contenido a conservar la dignidad humana y garantizar la libertad en sociedad.

Por eso es que el olvido en el que parecen haber caído estos principios constitucionales, en la mente del funcionario que es el primer llamado a atenderlos y respetarlos, es el primer signo de alarma para una democracia, ya de por si endeble, en el que la participación ciudadana, por razón de la pandemia ha quedado alejada del espacio público y en el que apenas el derecho a disentir tendrá algún efecto, al menos molesto para los que están abusando del poder encomendado. El Salvador pagó un alto precio por conquistar las libertades cívicas, no puede cederlas en forma permanente, ante una amenaza que todos sabemos será temporal.