Eran las nueve de la noche, en el cantón, dos niñas de 2 y 4 años quedaban huérfanas de madre, no lo sabían todavía. Años después comprenderían que su vida había cambiado desde aquel día, que su padre nunca había vuelto a sonreír desde aquella noche, que su “mama” se había ido al cielo, que ser pobre era horrible y que la vida…la vida era una mierda.

Dos niñas huérfanas de la guerra, de una guerra que muchos años después, un líder de muchos, de los selfis y el Twitter, les diría que su guerra fue falsa, lo mismo que la muerte de su madre. Dicen que todo dolor prolongado es un insulto al olvido. Pero es que hay dolores que necesitan ser recordados para que nunca se olviden. Y aquellos que vivimos la guerra más cruenta y despiadada de nuestro país, aquellos que fuimos moldeados por el tiempo y la desconfianza, el temor a las preguntas, el olor continuo a pólvora y muerte, no podemos olvidar. Ahora, el presente gobierno y aprendices de políticos nos quieren negar ese dolor. Palabras, la guerra fue una farsa…son lamentables. Son palabras que no hacen más que convencer de la falta de empatía, de una persona y un partido político, que se dice que es nuevo y niega ser de lo mismo. Concurro

al fin, si no son de lo mismo, pero a lo mejor peor.

Si me dijeran pide un deseo… te pediría un rabo de nube…un barredor de tristezas…Los recuerdo como si fuera ayer, sus caritas asomando gritos contenidos de dolor, sus ojos rojos y cansados, de tanto llorar. ¿Dónde está Memito? me pregunté. ¿Y qué pasa? ¿Por qué mi padre se presenta con ellos? y con su cara descompuesta, y mi madre angustiada, porque tanta angustia en el ambiente? ¿Por qué? Porque la muerte anda en secreto, porque la huelo tan de cerca. Era una noche de la finca La Gloria, y el tiempo trascurría, como casi todos los días de un mayo de los años 80. Y se agradecía, especialmente en tiempos de violencia de gobierno, de violencia de guerrilla. Mauricio, el esposo de mi hermana y padre de mi sobrina Alexandra, había “desaparecido” no hacía mucho.

La intensidad de aquel evento, profundamente arraigado en nuestro cerebro colectivo de Rosales Escalante, fue de tal magnitud, fuerza, que nuestra visión del mundo cambio para siempre. El potencial de crueldad de aquellas personas, de aquel sistema, de aquella guerra civil fue inesperado, impensable y al final trágico para nuestro colectivo. Hoy, aun después de 30 años, sus efectos persisten en mi persona, en mi cerebro. Pero esa noche de mayo, parecía tranquila. Noche familiar, aún recuerdo a mis dos hijos, jugando alrededor de la televisión, después de una cena particularmente salvadoreña, con sus huevos, frijoles y plátanos. Después de apagar la mayoría de las luces de nuestra casa, nos retiramos a dormir. No sé qué me despertó, a lo mejor los ladridos del perro.

Recuerdo, que, al abrir los ojos, y en total desconcierto, lo primero que vi al frente de la ventana que se levantaba a los pies de mi cama, fueron unas botas bajando lentamente por los hierros que protegían a la misma. Unas botas de militar bajando por los hierros de mi ventana, en medio de la obscuridad de la noche, yo estático, con el corazón en la boca, no entendía que pasaba, pero en el fondo comprendía y sabia del peligro y las consecuencias que aquellas botas significaban para mi familia. En ese El Salvador, la familia se encontraba sola, totalmente vulnerable. Era la ley de la jungla, la ley del más fuerte, la ley del arma, la ley del sistema oligárquico, de la avaricia, de la explotación. En ese momento, estábamos solos, a total disposición de unas botas de militar y de sus armas.

Esos momentos, se sienten eternos, que transcurren lentamente, surreales, de película como diría mi padre. Unos fuertes golpes de culata de fusil en la puerta de nuestra casa, seguidos de unos gritos que me urgían a abrirla, me hicieron reaccionar. ¡No señor Bukele, la guerra no fue una farsa!