Era una eminencia en oncología, y por eso le llamaban “maestro”. Era muy amigo de sus amigos, y quienes admirábamos su sencillez aprendimos a llamarle Raúl, a secas. Era esposo, padre y abuelo amoroso… y sus nietos le llamaban “tata”. Y quien le llamó finalmente, hace apenas tres días, fue el mismísimo Dios, que de seguro solo le dijo, con enorme alegría: “Bienvenido, hijo mío”. Porque es justo al cielo donde van a dar, cargadas las manos de buenas obras, aquellos que viven de la manera en que vivió Raúl Lara.

Médico abnegado, trabajador infatigable, pionero en su campo, el Dr. Raúl Lara Menéndez conocía sobre cáncer, lo que muy pocos profesionales de la medicina han conocido en Centroamérica. No solo es que hubiera estudiado oncología y radioterapia en el más prestigioso centro de cáncer de Europa —el Gustave Roussy, de París—, sino que pudiéndose quedar en Francia, o en Houston o en Milán (donde continuó su extraordinaria formación médica), regresó a su país con el propósito de combatir esa enfermedad prácticamente desde la nada.

Raúl Lara fue el primer oncólogo radioterapeuta de origen salvadoreño en la historia y el primero con estudios completos que trabajó en el Instituto del Seguro Social. Gracias a él nació la primera Unidad de Oncología, el primer Registro de Tumores, el primer Programa de Cáncer del ISSS (incorporado luego al Sistema Nacional de Salud) y se fundó el primer y único hospital para el tratamiento del cáncer en el país. Incluso cuando se retiró del Seguro, en 2009, luego de 33 años de trabajo, Raúl no quiso descansar sino que se convirtió en cofundador del primer Centro Privado de Radioterapia de El Salvador.

Los esfuerzos de este incansable médico por la implementación efectiva de la Ley Especial para la Prevención, Control y Atención del Cáncer le llevaron a cuestionar el compromiso real de nuestras autoridades con los 13 mil casos nuevos de esta mortal enfermedad que se registran cada año en el país, equivalentes a 35 casos por día o… ¡tres casos cada dos horas! Para él era incomprensible que se despilfarraran miles de millones de dólares en programas de efectividad cuestionable y no se destinaran apenas 30 millones iniciales, y luego un presupuesto anual, a un sistema que puede evitar hasta el 60% de muertes por cáncer.

Hace algunos meses, Raúl tuvo la deferencia de mostrarme unas cartas que había escrito a sus nietos durante la cuarentena por el coronavirus. La lectura de aquellas deliciosas misivas fue tan enriquecedora, que sin dudarlo le recomendé no solo su publicación, sino su amplia distribución. Y en esas estaba Raúl cuando el Señor le llamó a su presencia. Hoy que se ha ido, me permito copiar estas líneas que describen su perfil de médico, ciudadano ejemplar, esposo fiel, padre y abuelo maravilloso y, por sobre todo, hombre de profundas convicciones cristianas:

“Esta mañana al despertar le he dado, como todos los días, gracias a Dios por la vida, por la fe, por la familia maravillosa que me regaló, por el trabajo, por los amigos y por lo que ha querido hacer de mí sin merecerlo. Pero también le he sonreído y le he dado gracias porque se ha levantado antes que yo... ¡y ha colgado el sol en mi ventana!”.

Gracias por tu luminoso ejemplo, querido Raúl.