Inolvidables aquellas épocas cuando acompañados de nuestros padres y hermanos, nos dirigíamos a cortar los granos de rojo encendido, a la pequeña finca cultivada de muchos arbustos de café, llevando sacos de yute y canastas que pendíamos con lazos de nuestros hombros, para echar en ellos puñadas de aquel fruto maravilloso con el que, semanas más tarde, mamá nos preparaba un rico café hervido en ollas de barro.

Pero el placer crecía mucho más, porque ese paseo laboral también nos servía para cortar frutas de la temporada, como: dulces jocotes, cujiniqüiles y paternas, así como uno que otro sabroso matasano, aparte de deleitarnos con el cantar de las aves que acompañaban las cortas, posados en las altas ramas de los frondosos árboles que servían de sombra al modesto cafetal, mientras los perros espantaban grandes lagartijas encrestadas o algún desprevenido tacuazín, que se hubiera quedado dormido al pie de los arbustos.

Alrededor de nuestra modesta heredad, existían grandes fincas cafetaleras, sitios donde acudían en la temporada de corta, centenares de familias campesinas, entre hombres, mujeres y niños, equipados con hamacas de pita, cobijas chapinas y amplios sombreros de palma, además de aperos sencillos para calentar su comida rudimentaria, sin faltar los olorosos puros hondureños, comprados en la tienda de don Lolo, que los adultos fumaban con fruición en horas nocturnas para espantar las oleadas de mosquitos y jejenes, mientras alguna guitarra melancólica dejaba escapar sus sones por entre la fronda, acompañando el canto de rancheras de un improvisado artista rural. La mayor parte de esa gente humilde provenía de poblaciones lejanas de Chalatenango, quienes aprovechaban esta ocasión para ganar unos cuantos centavos y ahorrarlos, para comprar los insumos que utilizarían en las siembras de cereales en sus lugares de origen.

Era un tiempo donde las lluvias llegaban, casi con precisión matemática, a mediados de abril. Hubo una que otra época de calor, pero pasajera. Los árboles crecían por doquier y los caudales de los ríos siempre eran abundantes, donde se podían pescar algunas especies de peces, cangrejos, camarones y caracoles de inigualable sabor, como los llamados “jutes”, que en casa eran cocinados en “alguaishte”, una harina hecha con semillas de los ayotes que papá cultivaba en el solar.

Las condiciones del parque cafetero nacional en estos momentos son deprimentes. Incluso, se pronostica que tendremos la cosecha más baja de los últimos ochenta años, pues según cifras del Consejo Salvadoreño del Café, no llegaremos ni a los 800 mil quintales. Este panorama, que a su base tiene los efectos devastadores de la sequía y la descuidada infección agresiva del hongo “roya”, tiene muchas aristas negativas que dañan aspectos vitales para la nación. En primer lugar, la situación ecológica se mira en grave riesgo: a menos árboles, menos lluvia y mayor erosión.

A menos lluvia, menos cosechas y mayor grado de contaminación e incremento del calor ambiental, con efecto directo e inmediato en el llamado cambio climático, disminuyendo la conservación de mantos acuíferos y mantenimiento de los caudales fluviales y lacustres. A menos árboles, más extinción de especies, tanto de la fauna como de la flora, ya que el “hábitat” se altera y flora como las orquídeas, hongos útiles y otras parásitas van rumbo a su desaparecimiento. Diversas aves, como mamíferos pequeños, que antes vivían en los cafetales, pronto caminarán a su final, pues no habrá árboles frutales ni de sombra, que antes eran abundantes en los cafetales y que ayudaban al ciclo alimenticio de esas especies irremplazables, que hoy están a un paso de decirnos adiós.

Al acabarse los cafetales, miles de familias campesinas se enfrentarán al peligro inminente no solo del desempleo, sino de la hambruna y como fatal complemento, nuestro sector cafetalero, que por casi dos siglos mantuvo la estabilidad económica de El Salvador, se verá relegado a un sitio nada halagüeño, perdiéndose millones de dólares en cultivos, maquinarias, beneficios, transportes, etc. Y para sentenciar ¡pasaríamos de ser un país productor del grano, a un país dependiente de otros productores!