Los 200 años que han pasado desde la Independencia de Centroamérica serán celebrados con una extraña sensación agridulce, al menos en lo que concierne a muchos salvadoreños que entendemos el valor de la libertad. Nuestra democracia está bajo asedio, el equilibrio de los poderes no existe, las persecuciones políticas están a la orden del día, la labor de la prensa encuentra cada vez más obstáculos, la economía recibirá en septiembre el peor golpe a traición de su historia, la rendición de cuentas brilla por su ausencia y los políticos que nos gobiernan, repartidos en los tres órganos del Estado, han demostrado ser la generación de funcionarios públicos menos capacitados para enfrentar los enormes problemas que ellos mismos están causando.

La efeméride debió celebrarse de otro modo, no solo para que aquella gesta de 1821 recibiera el honor que siempre ha merecido, sino para que a las tumbas de nuestros próceres lleváramos los salvadoreños algo más que discursos frívolos e inconsecuentes. El trasfondo de la conmemoración, lamentablemente, ya está viciado. El primer presidente milenial del país ha resultado cualquier cosa, menos un estadista; su gabinete, con apenas excepciones, un listado de incompetentes; su “política”, entrecomillando el término, una estrategia procazmente exitosa de mensajes populistas y señalamientos infundados, lanzados a la masa para su fácil digestión.

El rumbo general del país se encuentra desdibujado. Nadie conoce las grandes apuestas nacionales de largo plazo. Los funcionarios tienen prohibido asistir a debates en los que puedan verse confrontados con argumentos. Nos hemos acostumbrado a leer los tuits del Presidente como una fuente alternativa de información, pero él no se somete jamás a ningún cuestionamiento por parte de la prensa independiente. (Esas “conferencias” en que algunos medios pueden hacer preguntas pero no reaccionar a lo que el hombre dice, son, claro está, una burla).

Así llegamos a las puertas de un nuevo ciclo histórico en el que la Constitución de la República se verá alterada en sus cimientos y el sistema económico recibirá la acometida de una moneda altamente rechazada por la población. Las consecuencias de ello son imprevisibles, por la sencilla razón de que a ningún mandatario en su sano juicio se le ocurrió antes jugar así con el país y sus habitantes.

Para adelantarnos a los posibles efectos del llamado “septiembre negro” no debemos ir lejos. Como si de un billar a tres bandas se tratara, Nayib Bukele destruirá el sentido y la vocación democrática de nuestra Carta Magna, creará círculos de dependencia económica a través de la Ley Bitcóin, e insistirá en esa retórica maniquea que se complace en dividir a la sociedad entre los “buenos” (es decir, aquellos que se ajustan a los cambios oficialistas sin rechistar) y los “malos” (convertidos en ciudadanos de segunda categoría porque se resisten a ver en esos cambios verdaderos avances políticos o económicos).

Septiembre será, por las mismas razones, un mes de prueba para el liderazgo supuestamente firme, sólido, imperturbable, de Bukele como gobernante. La irrupción de la criptomoneda, la imposición de la “Constitución Ulloa” y el empeño de divisionismo social de la narrativa impulsada por Nuevas Ideas, causarán en El Salvador una conmoción de respetables proporciones. Hasta dónde esta mezcla letal moverá a los salvadoreños a defender sus derechos, no lo sabemos; pero si ni por eso reaccionamos, marquemos este Bicentenario como el principio del fin de aquella promesa de libertad que los próceres nos legaron.