Los latinoamericanos somos muy sensibles, y con fundamento a la palabra intervención extranjera. La simplificamos significativamente solo al ámbito militar, a fuerzas militares extranjeras en territorio nacional. A otro nivel un poco más restringido, esa sensibilidad foránea la ampliamos a lo cultural, económico y político; quizá porque esa presencia no se palpe materialmente en las calles, aunque esté. Es decir, lo económico no va paseándose por allí en uniforme de combate ni en carros camuflados exhibiendo amenazantes y sofisticadas armas letales.

En ese sentimiento participa igualmente una sana, y también insana, disposición al nacionalismo, chauvinismo, como se decía en los sesenta cuando el nacionalismo encerraba la xenofobia y el rechazo epidérmico a todo lo extranjero. Quizá, como lo ejerció el Supremo Dictador paraguayo Gaspar Rodríguez de Francia a mediados del siglo XIX. Aunque alguna razón le asistía, fue su manera de enfrentar las apetencias territoriales de Argentina, y las del propio Bolívar, según su parecer. De acuerdo con él, cuando ordenó detener al médico naturista Aimé Bonpland de visita científica a su territorio, lo hizo porque el francés era un espía bajo las ordenes de Simón Bolívar. Desde 1821 hasta 1829, Bonpland estuvo prisionero en Paraguay y provocó lo que casi llegó a formarse: una expedición de los ejércitos colombianos a tierra guaraní para rescatar al científico. Pero esa es otra de las tantas historias de nuestra América, diferente a la oficial.

En el siglo XIX, guerras de independencia por todos lados, no se puede hablar de ejércitos de ocupación. Bolívar, Sucre, San Martín, O´Higgins comandaron fuerzas que cruzaron antiguas fronteras españolas sin que, salvo el clima y los olores y sabores de las comidas, les hicieran sentir foráneos. ¿Y qué decir del hondureño Francisco Morazán, que hasta presidente de El Salvador fue? Esos fueron ejércitos de liberación, y así son reconocidos por la historia y su evolución.

El resquemor nace más bien en el siglo XX, ligado mucho al hecho económico, a la protección de la explotación del banano en tierras centroamericanas por parte de la United Fruit Company, que llegó a ejercer un verdadero protectorado en la región. Y más avanzado el siglo, como fruto de la guerra fría entre la Unión Soviética y los Estados Unidos, Cuba de por medio, con los hechos de República Dominicana, Granada, Haití; el caso de Noriega fue diferente, no se trataba de guerra fría ni de la United Fruit, sino de lavado de dinero y narcotráfico. Fue la primera intensión concreta en el continente de un gobierno por convertirse en Estado Forajido”. El segundo intento, esta vez con más éxito, es Venezuela, la de Chávez, Maduro y los Castro, quienes bajo a excusa del combate a las oligarquías, han pasado del nacionalismo, el populismo, el comunismo al totalitarismo del siglo XXI; en aliados y protectores de todas las organizaciones terroristas internacionales y de estados enemigos de los valores occidentales. En ese actuar entra el narcotráfico, el lavado de dinero, la corrupción, la tráfico de armas y personas, la desestabilización de otros estados de la región, el apoyo a guerrillas colombianas, paraguayas y del Medio Oriente y la violación masiva de los Derechos Humanos como política de Estado aplicada a su población, desde la libertad de expresión hasta la tortura y el asesinato.

En este contexto, la tiranía en aras de otorgarse legitimidad despliega dudosas alianzas con autocracias como las de Turquía, Rusia, China, Bielorrusia, Corea del Norte e Irán, que colocan a los países democráticos en situaciones de alerta geopolítica. He aquí donde entra la serena y realista reflexión sobre si no ha llegado el momento de detener la disolución de la nación venezolana, y resguardar al propio tiempo la seguridad regional mediante la intervención de una fuerza multilateral de liberación que garantice el regreso a la legitimidad democrática, y reguarde la seguridad regional de los embates de un Estado Forajido.