Es evidente que uno de los flagelos más devastadores en nuestra región, es la corrupción. Por supuesto nos referimos en este caso a la llamada corrupción pública, aunque no es tan pública como se la tiene, porque por cada funcionario corrupto hay un particular que corrompe y, desde el punto de vista ético y moral no hay diferencia alguna entre ellos. Llama la atención el tema porque en este momento que usted lee esta reflexión compartida, hay no menos de siete expresidentes o presidentes de nuestra región sometidos a juicio o investigación por hechos dolosos contra el erario nacional, llamados genéricamente “peculado”; término del cual se derivan todas las otras especificaciones delictivas de igual contenido. Maduro, Lula, Otto Pérez, Martinelli, Correa, Kuzinsky, Ortega, Saca, Funes, Cristina, Peña Nieto y, hasta al mismísimo Oscar Arias se les ha comenzado a investigar por daño causado al patrimonio público.

No se escapa el propio Estados Unidos, donde el control público de los actos contrarios a la ley son severamente perseguidos y sancionados; hemos observado estos días innumerables investigaciones y sentencias condenatorias, así como arrestos a senadores y funcionarios por aprovechamiento de posiciones privilegiadas en beneficio propio o de los suyos, evasiones al impuesto sobre la renta o lavado de dinero. Pero allí no existe la famosa inmunidad parlamentaria cuando el delito es común, ni el parentesco o amistad con tal o cual personaje influyente a la hora de actuar la justicia punitiva. Eso es lo que les hace diferente a nosotros. Algún tiempo atrás se atribuía esta característica a la moral cristiana protestante anglosajona diferente a la moral cristiana católica romana existente en nuestra región. La verdad nunca asimilé muy bien esta teoría, pero algo hay en ello que no tiene que ver con el hecho religioso, sino con la teoría del Estado. La monarquía española fue estatista, claro ellos eran el estado, en tanto que la monarquía sajona fue controlada por los pares que reclamaban sus derechos igualitarios. De allí que subsista en nuestros genes una identificación entre Estado y riqueza, poder, impunidad, fuero juzgo, que se trasladó al Nuevo Mundo con el descubrimiento, conquista y colonización; acá nos lo tomamos en serio, y la administración del Estado constituye el botín más apetecible como coronación de éxito existencial.

Todo lo cual nos hace concluir que solo cuando la sociedad civil llegue a imponerse ante esta lacerante realidad, se logrará un nuevo Pacto Social, donde el compromiso asumido sea la transparencia en el manejo de los fondos públicos, su rendición de cuentas y, la aplicación de todo el peso de la ley contra el delito cometido sin mirar procedencia social, partidista, religiosa o económica. De lo contrario, seguiremos en esta cacería de brujas coyuntural y conveniente, en el dejar pasar y dejar hacer, regocijándonos cuando el caído es del signo contrario, o callando pudorosamente cuando es del nuestro.

El caso de Venezuela sobrepasa todo asombro o teoría del Estado. El saqueo de la riqueza nacional, del dinero en efectivo y de los recursos naturales, no tiene referencia alguna en la historia de la humanidad constituida en comunidad. El trasiego de dinero de PDVSA a cuentas y empresas inventadas por los jerarcas del chavismo, a partir del mismo Chávez y su familia, de los jerarcas civiles y militares, y de los llamados bolichicos (jóvenes provenientes de familias tradicionales que optaron por ser operadores financieros del chavismo), sobrepasa cualquier imaginación. Allí no se contaron por 300 millones de dólares, se cuenta en decenas de miles de millones de dólares robados con absoluta desvergüenza e impunidad, que aún disfrutan a pesar de las sanciones. Y cuando se destape la olla de ALBA Petróleo en El Salvador, de Albanisa en Nicaragua y Petrocaribe en el Caribe, habrá de considerar seriamente elevar a delito de lesa humanidad, lo que hoy se conoce como corrupción administrativa en nuestra América latina.