Nuestro país ha pasado a lo largo del año por una serie de sobresaltos y de situaciones límite, que al recordarlos ahora queda la sensación de que han sido tantos y tan repetidos, que sería muy difícil identificar a uno solo de estos como el resumen de todos, en la que ha sido quizá la peor época a nivel nacional desde que finalizó la guerra civil.

Sólo en lo que se refiere a las consecuencias de la pandemia, el país perdió a un centenar de profesionales de la salud, cuyas vidas y experiencias son irrecuperables, esto se suma por supuesto a las secuelas evidentes en más de treinta mil contagiados en distintos momentos del año, a los puestos de trabajo perdidos y a los casi mil fallecidos cuya ausencia para sus familias y amigos será aún más evidente en las próximas semanas.

Y es por todos ellos precisamente por quienes la actitud ante la vida, y en particular, ante la tradición de celebrar cada fin de año debería ser diferente, al menos por una vez, ya que no es poca cosa lo que ha ocurrido, si es que se quiere recordar lo que ni siquiera es aún pasado inmediato: las secuelas de tanta enfermedad y desastre natural están a la vista: gente sin hogar, gente con el rostro oculto por una mascarilla, personas de quienes solo el recuerdo se hará presente al momento de los saludos y felicitaciones de año nuevo.

Lejos de esta disposición de ánimo y solidaridad, en las últimas semanas y al menos en la capital y en las principales ciudades, la tónica ha sido el mismo desenfreno consumista de temporadas pasadas, como si nada hubiera ocurrido y la mayoría se reivindicara en una competencia por adquirir lo que no se pudo en semana santa o en agosto, cuando el confinamiento era la única opción ofrecida por el gobierno, por las buenas o por las malas.

Los salvadoreños parecemos haber aprendido muy poco del difícil trance en el que nos vimos entre los meses de abril y julio, cuando se atendía a los enfermos en aceras, cuando la competencia por adquirir oxígeno sacó lo peor de algunos y cuando las compras estatales les permitieron a otros hacer negocio con el padecimiento del prójimo.

Han sido miles las familias que han sufrido y aún sufren en nuestro país, no se está abogando aquí por un luto impuesto, obligatorio, o capaz solo de empañar la fe y la esperanza en el recomienzo, que es lo que al fin de cuentas ha permitido al género humano proseguir con su historia a lo largo de los tiempos.

De lo que se trata más bien, es de disfrutar de una alegría más contenida, más solidaria, menos indiferente con el dolor que no es ajeno, lejos de los festivales de playa, conciertos y jornadas de compras nocturnas que ya se anuncian con un desparpajo digno de mejores épocas, si alguna vez las hubo.

Tal parece que los salvadoreños optamos de nuevo por postergar el duelo, entendido este como el sentimiento de dolor, lástima, aflicción o como aquellas “demostraciones que se hacen para manifestar el sentimiento que se tiene por la muerte de alguien…” según lo define el Diccionario de la RAE.

Es lo mismo que ha ocurrido con las víctimas y con las secuelas de su sufrimiento a raíz del conflicto, su duelo, el duelo que también debería de ser el nuestro, parece esperar, congelado, mientras los salvadoreños no seamos capaces de reconocer en el dolor del otro la afectación a la humanidad de todos, vernos a nosotros mismos en los demás y en especial entre aquellos que sufren, que no pueden acceder a nuestros privilegios de clase, pero que igual aspiran y merecen una vida mejor.

No abogo por un ambiente sombrío e hipócrita, por el contrario, desearía para todos unas felices fiestas, en las que los gestos de solidaridad con quienes hoy extrañan a un familiar cercano, o ya no cuentan con una vivienda digna, no estén excluidos de las fiestas y tradiciones familiares. Como en casi todo, es la indiferencia la que hace estragos en la humanidad que subsiste en cada uno. Postergar el duelo no nos hará mejores.