Es comprensible que después de una elección popular de un funcionario público todos los sectores sociales hagan rueda en torno al elegido, lo feliciten y muestren disposición de colaborar por el bien del país. Es la tradicional conocida “luna de miel” de todos los sectores viven con el nuevo gobernante, con la persona que ahora tiene el poder Ejecutivo. En su mejor versión, es la intención de trabajar juntos por un mejor El Salvador.

Pero el beneficio de la duda que se le da a cada nuevo gobernante debe ser algo entregado de manera muy lenta y cuidadosa, vigilante y desconfiada. Todos sabemos que como humano puede errar, pero el nuevo gobernante debe estar claro que cada segundo llevará, como nadie más, el peso de cada una de sus promesas.

Así, Nayib Bukele está obligado a asumir su oferta verbal repetida por todos sus voceros: una nueva manera de hacer las cosas, es decir, una forma distinta a la tradición en los gobiernos de El Salvador.

El Salvador ha vivido tradición presidencialista, en la cual son contagiados políticos, poderes del Estado, instituciones fiscalizadoras del Estado y medios de comunicación. Esta tradición no responde al respeto otorgado a una persona por su cargo de Presidente, sino a que cada actor social cree que el gobernante tiene permitido decirle qué hacer y qué no hacer en su cargo. Esta tradición ha dado al traste de una manera sutil y silenciosa al equilibrio de poderes y, en definitiva, a la democracia.

La versión más extrema de esta tradición se refleja en la comunicación telefónica –hecha pública por factum.com– que tuvo el expresidente Mauricio Funes con uno de sus operadores políticos en la que confiesa estar dando dinero –¿público?– a diputados. Al final, este hecho hace pensar que en algunos casos aquella tradición presidencialista quizás no solo fue un gesto genuflexo y sumiso al poder, sino al dinero.

Electo por la mayoría de votantes efectivos, 53 personas de cada 100 de las que votaron por una opción, la persona que gobernará el país en el periodo 2019-2024 no debe repetir los errores de sus antecesores ni siquiera en una versión camuflaje que quieran endosarle o recomendarle.

Ahora, nunca antes la transparencia, la libertad de prensa, la misma libertad de expresión, el derecho al acceso a la información pública y la cultura de gobierno abierto son criterios de una población que conoce el poder del voto. Son derechos humanos.

Por eso, más pronto que tarde, escabullirse, ingresar por atrás o cerrarse a preguntas de la prensa no será rentable electoralmente para el próximo líder de este país. Al final, debilitaría a la democracia y a su proyecto.

Hacer las cosas de manera diferente también implica ser un gobierno transparente y abierto a las preguntas de todo periodista y medio de comunicación, sin pactos ni connivencias, sin condiciones, sin importar qué tipo de medio quiere una explicación sobre su programa de gobierno, sin importar cuántos lectores tiene, qué tipo de lectores tiene, si además de su plataforma electrónica tiene una base impresa, si ocupa el primer o décimo lugar del ranking de los medios más leídos en el país.

La sociedad necesita que su gente –todos los sectores sociales, caras nuevas o no– no se dedique a la adulación a quienes están en el poder, necesita de una ciudadanía que pregunte, cuestione, fiscalice y pida cuentas. Un periodismo concesivo solo debilitará la democracia y al mismo Gobierno. No se le puede apostar a un buen gobierno con un periodismo débil.