La verdadera fortaleza de cualquier fuerza policial no está en su capacidad de provocar daño, de inspirar miedo o de imponerse por medio de la violencia a un enemigo real o imaginario.

Por el contrario, la verdadera fuerza de una corporación policial reside en la capacidad para hacer cumplir la ley, mientras rige sus actos por el contenido de la misma, es decir, dando ejemplo de disciplina en el servicio a la comunidad mediante su sometimiento a las autoridades constitucionales y al contenido de la ley que la regula.

Esta es la doctrina que se adoptó en El Salvador con la creación de la Policía Nacional Civil, recién firmados los Acuerdos de Paz. Junto con la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, fueron las dos instituciones en las que ciudadanía y fuerzas políticas depositaron su confianza para lograr un verdadero sistema de control garante de la legalidad, de los derechos humanos y de base para una nueva forma de relacionar la idea de autoridad con la ciudadanía. Desde entonces, la función policial se concibió como un servicio, no como una amenaza.

Pero este proyecto de una verdadera policía profesional y civil ya puede darse por concluido. Las últimas semanas, asolado el país por una pandemia cuyos efectos no se sabe cuándo concluirán, han dado cuenta del uso abusivo del poder policial por orden del Presidente de la República, quien no ha sido capaz de comprender que el verdadero enemigo del Estado y de su gobierno no son los presuntos infractores de la cuarentena domiciliar, o sus críticos en redes sociales, son la pobreza extrema, la enfermedad, la falta de médicos epidemiólogos, el derroche de recursos públicos, la opacidad en el manejo de la información pública y la impunidad con la que han actuado militares y policías.

Desde que Bukele ordenara en cadena nacional a todas las fuerzas de seguridad la detención de todas las personas que se encontraran en la vía pública, infringió su mandato de cumplir la Constitución y también obligó a sus subordinados a hacerlo. Así fue como una fuerza policial desplegada en cientos de puestos de control y patrullas móviles, fue incapaz de discernir en la mayoría de casos, sobre la justificación de transeúntes o peatones cuyos derechos y buenas razones fueron ignorados, mediante la aplicación de decretos presidenciales dispersos, en los que la presunción de inocencia fue sustituida rápidamente por la “presunción de contagio” y por lo tanto a generalizar el arresto.

Publicaciones de este periódico, dan cuenta como en solo seis días contados a partir de la orden presidencial, la policía ya había realizado más de 600 detenciones, las cuales vinieron a sumarse a las ya realizadas al inicio de la cuarentena, antes del primer pronunciamiento de la Sala de lo Constitucional, en la que esta señaló que dicha práctica viola derechos fundamentales, práctica abusiva que sin embargo se mantuvo, por lo que rápidamente se llegó a la suma de mil trescientos cincuenta “retenidos” en delegaciones y otros puntos del país, convirtiendo a las patrullas policiales en focos de contagio y en escenario de verdaderas detenciones arbitrarias.

Una valoración general, sin hacer caso de las detenciones justificadas y de la conducta profesional de algunos miembros de la institución, da cuenta de la facilidad con que el virus del abuso y del autoritarismo se propagó en pocos días al interior de la fuerza policial. Oficiales estorbando el trabajo de periodistas, detenciones de personas rumbo a sus trabajos, agresiones verbales contra adultos mayores y hasta la difusión de videos de ciudadanos detenidos ilegalmente al interior de sedes policiales como la de Soyapango, donde el vocero es un oficial policial, que aún luce con orgullo su parche de paracaidista de combate.

Como ya se ha reiterado desde la Sala de lo Constitucional, los miembros de las fuerzas de seguridad que abusaron del poder confiado responderán personalmente de los excesos cometidos. Lo mismo se puede decir del Presidente de la República, que con muy poca visión de futuro, descargó en la fuerza policial su frustración por la incapacidad mostrada durante la crisis y ante la improvisación en la distribución de beneficios que provocó el hacinamiento de miles de personas en la vía pública, situación que persiste desde el 30 de marzo hasta el día de hoy.

La PNC fue vulnerable al abuso y al desenfreno, y este gobierno no hizo otra cosa más que aprovechar sus debilidades y sepultarla.