Al género, es decir, la forma en que las sociedades conciben y valoran a las personas según su sexo, es un factor de desigualdad propio de sociedades patriarcales y de sistemas económicos centrados en el mercado y no en las personas. En consecuencia, las ideas, prácticas y valoraciones que anteponen lo «masculino» a lo «femenino» también impregnan la forma en que se organizan los ámbitos públicos (Estado, mercado y comunidad) y privados (hogares), a fin de hacerlos funcionales a la lógica del mercado.

No es casual ni natural que mientras los hombres predominan en el mundo productivo remunerado y en las actividades de prestigio y reconocimiento, las mujeres predominemos en las actividades reproductivas y no remuneradas (los cuidados de la infancia, la población adulta mayor y las personas con discapacidades); en las invisibles e incluso en las que socialmente no gozan de prestigio (trabajo doméstico, por ejemplo). Esta desigualdad no es natural sino que sistémica.

Como resultado de la desigualdad de género, el mercado es capaz de disponer de mano de obra sin preocuparse por quién cocina, quién limpia, quién compra, quién cuida; a pesar de que todo ello posibilita que las personas nos desarrollemos y, de alguna manera, pongamos a disposición nuestra fuerza productiva. Por otro lado, debido a la desigualdad de género, también tenemos Estados que logran ocultar su inefectividad o ausencia en la provisión de bienestar, pues las redes familiares, y concretamente las mujeres pobres, son quienes proveen el bienestar de la infancia, las personas adultas mayores o con algún tipo de dependencia funcional, por medio de trabajo no remunerado.

Así se configura un sistema excluyente donde los cuidados son requeridos para el funcionamiento del sistema pero, a su vez, se excluye de este a las mujeres. Los hombres en cambio tienen mayor probabilidad de incorporarse con relativa ventaja al ámbito público y a las actividades remuneradas. Así se explica la desigualdad en los ingresos, en la propiedad, en el empleo, en las pensiones, en el consumo, y en otras muchas variables económicas, sociales, políticas, culturales y fiscales; sin descuidar que dicha desigualdad se acentúa según clase social, etnia, edad, ubicación geográfica, entre otros factores. Por esta razón, cuando se ignora el contexto de desigualdades sistémicas y estructurales; las leyes, las políticas y las finanzas públicas pueden actuar como reproductoras de las desigualdades.

Por tanto, el Día Internacional de la Mujer va más allá de ser una fecha conmemorativa. Representa un llamado de cambio hacia un modelo de sociedad centrado en las personas y no en el mercado. Desde el campo de las finanzas públicas esto supone, como condición necesaria, combatir la corrupción, corregir la ineficiencia del gasto público y superar la insuficiencia del mismo para garantizar, promover y proteger los derechos de la población consagrados en las constituciones políticas.

Como condición suficiente es urgente el cumplimiento de las leyes específicas vigentes en la región en materia de los derechos de las mujeres, la infancia, los pueblos indígenas, la población con discapacidad y la población adulta mayor. Esto debido al carácter interseccional y multidimensional de la desigualdad. Por tanto, las medidas para su erradicación deben ser integrales.

Todo lo anterior no será posible sin la captación de los recursos necesarios, suficientes y justos que permitan la garantía de derechos de las personas y la instauración de una sociedad igualitaria. En consecuencia, para los Estados centroamericanos se impone la urgencia de superar, entre otros, los problemas de evasión y elusión, así como la existencia de incentivos fiscales opacos e inefectivos.

Así, el Día Internacional de la Mujer es una fecha propicia para que como ciudadanía exijamos a los Estados un acuerdo político fiscal, integral y con visión de largo plazo que permita el logro de estos grandes compromisos de Estado de forma sostenible.