Uno de los principios liberales clásicos más importantes es la tolerancia, entendida ésta como la capacidad de vivir libremente en sociedad sin recurrir a la violencia o al poder coactivo de las leyes para prohibir todas aquellas ideas que nos ofenden, sean éstas sexistas, racistas, clasistas o de cualquier otra índole. Tal como señaló el famoso economista liberal Ludwig Von Mises, un hombre que se considere a sí mismo como libre y tolerante, debe de ser capaz de librarse de la mala costumbre de llamar a la policía cuando se siente ofendido por la opinión de sus vecinos.

Políticamente hablando, los motivos por los cuales los liberales defienden la tolerancia son diversos, pero todos parten de la idea general de que es indispensable para armonía social. Para algunos, por ejemplo, recurrir a la fuerza del Estado para censurar la opinión de otros es un tema de costos. Quienes abordan la temática desde este punto de vista sostienen que es un desperdicio de recursos económicos y humanos perseguir a las personas por el simple hecho de tener una visión distinta a los demás. Es preferible, en términos ilustrativos, construir escuelas para jóvenes sin acceso a educación que cárceles para apresar a personas por sus pensamientos.

Para otro grupo de liberales, conscientes de que es imposible determinar objetivamente qué opiniones son ofensivas y cuáles no, puesto que como individuos valoramos distinto la información que otros nos transmiten, lo preferible es abstenerse de prohibirlas y permitir el libre intercambio de ideas. Es posible, como explicaba John Stuart Mill, que una opinión, aunque fuese completamente ultrajante, contenga algún elemento de sabiduría o de verdad que contribuya a elevar el debate público respecto a un tema, fomentando de esa manera el progreso social de la humanidad.

Y por otra parte, están aquellos ideólogos liberales que promueven la tolerancia bajo la tesis de que es indispensable para el mantenimiento de nuestra libertad individual. De acuerdo a estos visionarios, coartar el derecho de las personas a emitir sus pensamientos bajo la lógica de que pudieran resultar hirientes para otros, es una pendiente resbaladiza que inevitablemente lleva a la tiranía. Al no haber una forma clara de medir la ofensa ocasionada por una idea, cualquiera que desease silenciar una opinión que no le gusta, pudiera fácilmente solicitar a las autoridades el encarcelamiento de la persona que la comunica bajo la excusa de que atenta contra su integridad emocional. Con el paso del tiempo, aseguran, todos estaríamos presos, pues no habría forma de comunicarnos con los demás sin ofenderlos con algunas de nuestras ideas.

En El Salvador, debido a la falta de una educación política basada en principios liberales, los niveles de intolerancia son altos. Basta ver la forma como muchos se comportan en redes sociales para percatarse de que, si tuviesen el poder en sus manos, no dudarían en utilizarlo para censurar a quienes no ven las cosas igual a ellos. En Twitter, por dar un ejemplo, cuando alguien hace un comentario que no es del gusto de ciertos grupos sociales, es común que la cuenta sea denunciada hasta su eventual suspensión. Si bien a primera vista se pudiera argumentar que esto no representa un serio problema para la armonía social en nuestro país, considero que culturalmente promueve actitudes que pudieran desembocar en la institucionalización legal de la intolerancia, la cual, como ya vimos en un inicio, lleva consigo costos innecesarios para todos nosotros. Por lo tanto, si queremos evitar caer sus males, invito a todas aquellos involucrados en temas de discusión púbica a desarrollar una piel gruesa y a aprender a combatir las opiniones de los demás usando la razón y la persuasión, es decir, sin victimizarse y sin llamar a la policía. Defendamos de la opresión, como explicó Evelyn Beatrice Hall en su momento, las opiniones de otros aunque no estemos de acuerdo con ellas.