La guerra salvadoreña, en su fase de generalización, a partir de la ofensiva del 10 de enero de 1981, amplió su escala y abarcó una variada cantidad de territorios rurales como escenario principal. Se llegó a ese momento después de fallidas tentativas por buscar otro curso de acción política. Quizás el año 1972 sea el punto de inflexión que permite atisbar que la confrontación político-militar se vendría encima.

El fraude electoral a favor del candidato castrense del Partido de Conciliación Nacional (PCN), Arturo Armando Molina, en febrero de 1972, mostró con bastante claridad que no habría, por las buenas, una apertura y un relajamiento en el sistema político rígido que se instauró después del golpe de Estado del 2 de diciembre de 1931.

A continuación del fraude electoral vino una reacción independiente de un pequeño segmento progresista de la Fuerza Armada, con apoyo de civiles, y el 25 de marzo de 1972 se concretó un golpe de Estado, encabezado por Benjamín Mejía, coronel del Ejército, con el objetivo de restablecer el orden de cosas que el fraude electoral había alterado. Aunque por unas horas, Fidel Sánchez Hernández, el presidente saliente, siempre del PCN, estuvo capturado en el cuartel El Zapote, al final de la tarde todo había concluido con la rendición de los alzados y su salida al exilio.

Pero eso no fue todo. En junio asumió Molina la presidencia de la república y el 19 de julio de 1972 ese gobierno intervino con tropas la Universidad de El Salvador, bajo el supuesto de que allí se encontraba la base fundamental de los nacientes núcleos de la guerrilla salvadoreña, que desde 1970 habían dado por iniciadas sus operaciones.

Nueve años después, El Salvador, el 10 de enero de 1981, entraba por la larga y estrecha gruta de la guerra. El último intento por cambiar ese rumbo fue el 15 de octubre de 1979, cuando otro golpe de Estado, impulsado en un inicio por jóvenes oficiales y algunos civiles y, después, distorsionado y manipulado por militares de alta graduación, condujeron al país a una vorágine de sangre, de la que aún es necesario hablar.

Para el movimiento guerrillero aglutinado bajo la bandera del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), esa ofensiva del 10 de enero de 1981 se presentaba como una oportunidad para salir de la situación defensiva y pasar a la ofensiva estratégica, y de ser posible cambiar la correlación de fuerzas, de manera definitiva, creían algunos de sus dirigentes, con poco fundamento. De hecho, los primeros días de su despliegue fue bautizada como ‘ofensiva final’, porque los presupuestos de sus diseñadores sugerían que el desenlace sería rápido, y a su favor. Pero la situación era más compleja, porque el ánimo de la población en general, después de un año como 1980, terrorífico, y marcado por las operaciones de aniquilamiento (individual y colectivo) de la Fuerza Armada y otros filones que le eran afines, donde asesinaron y desaparecieron a centenares de personas. Y esto había creado una situación de desconcierto y temor que no posibilitó que las fuerzas guerrilleras pudiesen —a pesar de que lo intentaron—acompañar su accionar militar de empeños insurreccionales significativos, como lo ocurrido en Nicaragua entre 1978 y 1979.

El FMLN no fue derrotado, pero tampoco pudo poner en jaque a la Fuerza Armada, en el terreno militar. Y como el proyecto político gubernamental, por decirlo de algún modo, era un Frankenstein con tres cabezas (los dirigentes del Partido Demócrata Cristiano, la cúpula militar de la Fuerza Armada y la espectral pero efectiva ‘presencia norteamericana’), con los inconvenientes y contradicciones que esto supone, pues la ofensiva de enero de 1981 fue capaz de poner en otra fase al FMLN, no obstante que tuvo serios problemas de coordinación y de cooperación entre sus líneas de ataque, deficiencias logísticas, falencias en materia de comunicaciones, falta de preparación militar en algunos escalones y una visión insurreccional (y de huelga general) un tanto esquemática. Sin embargo, haber generado una suerte de áreas bajo control guerrillero y la conformación de varias retaguardias internas en la frontera norte, parece ser uno de sus mayores logros.

A contra pelo de lo que hoy se dice, la guerra no fue un asunto solo militar, de ahí que la noción de ‘conflicto armado’ le quede corta, porque tenía varios niveles y diversos ámbitos de acción. Y esto aplica para todos los actores involucrados. Así, días después de la ofensiva, la cuestión político-diplomática saltó como la liebre, y le permitió al FMLN y a su pequeño aliado político, el Frente Democrático Revolucionario, ganar interlocución internacional, incluso dentro de los Estados Unidos.