La corrupción tiene diferentes caras y está presente en todos los países del mundo, la diferencia radica en la existencia de mecanismos institucionales que permiten investigar e identificar a las personas corruptas, llevarlas ante la justicia y que reciban penas acordes a sus delitos. A lo largo de la historia de nuestro país muchos funcionarios y empleados públicos han sido señalados de haberse enriquecido a partir del uso inadecuado de dinero público; muy pocos han sido investigados y llevados ante la justicia para responder por los señalamientos; y, mucho menos, han sido condenados por ello. Una de las razones por las que las múltiples manifestaciones de la corrupción siguen presentes es porque la institucionalidad pública que debería ejercer esos controles y salvaguardas para el adecuado uso de los recursos del Estado, es muy débil y es complementada con un sistema judicial que a veces pareciera que está más comprometido con la impunidad que con su deber de impartir justicia. Lo peor de todo es que pareciera que no hay interés, ni voluntad política para cambiar el rumbo y más bien se siguen dando pasos en la dirección opuesta.

La semana pasada, la Corte Suprema de Justicia, con el voto de 11 de 15 magistrados, mandató a su Sección de Probidad, encargada de prevenir, detectar y sancionar el enriquecimiento ilícito en la función pública, el no continuar con los procesos de investigación que involucraran a funcionarios y/o empleados públicos que hayan salido de su cargo hace 10 años o más. Esta decisión seguramente es bien recibida por todos aquellos exfuncionarios que dejaron su cargo antes de 2009, que tienen expedientes abiertos en probidad, pero que aún no han sido sometidos a discusión en el pleno de la Corte para determinar si deben ser enviados, o no, a juicio civil por enriquecimiento ilícito. Con esta medida las investigaciones en su contra se cierran y serán libres para disfrutar de la impunidad.

Además, hay que tener en cuenta que la Sección de Probidad, nunca se ha caracterizado por su eficiencia o celeridad para realizar sus investigaciones y mucho menos por investigar a todas las personas a las que debería, por lo que el mandato de abandonar las investigaciones de funcionarios que dejaron el cargo hace más de 10 años, crea un espacio en el que solo bastará que las investigaciones se eviten o retrasen lo suficiente como para caer en el olvido y una vez cumplido el período de prescripción, se garantice la impunidad.

Pero más allá de que habrá funcionarios que queden sin castigo por sus delitos, el país no tendrá la oportunidad de recuperar las oportunidades perdidas por el mal manejo de los fondos públicos. Recordemos que el problema con el robo de dinero público no es el dinero en sí mismo, sino las oportunidades que se perdieron porque el Estado no pudo usar esos recursos para que más niñas y niños recibieran educación pública gratuita, para que los hospitales tuvieran todos los insumos para atender a los pacientes o para impulsar proyectos productivos que generaran empleo a nivel local. Nuevamente la pérdida de oportunidades quedará impune. Nuevamente la Corte se olvida de la justicia y se compromete con la impunidad.

La función pública ya está lo suficientemente satanizada, la ciudadanía no confía en lo público, lo público se vincula con el despilfarro, con el mal manejo, con el enriquecimiento personal a costa del dinero de todos y todas. Los magistrados y magistradas de la Corte tienen la obligación ética de revertir esta situación y comprometerse con transparentar el ejercicio de la función pública y evitar el desvío de recursos hacia destinos que contravienen los propósitos e intereses del Estado. La única forma de reconstruir la legitimidad de lo público es que la ciudadanía tenga plena confianza en que las personas que ejercen cargos públicos actúan con probidad y que, en caso de no hacerlo, existirán los mecanismos necesarios para investigarlos, llevarlos ante la justicia y evitar que la impunidad se siga perpetuando.