La existencia de un régimen democrático no es excluyente de la capacidad de las autoridades para castigar y reprimir conductas que eventualmente lesionen derechos de las personas, o que alteren la misma convivencia que hace viable la vida en sociedad.

La política criminal se basa precisamente en eso: en la decisión del Estado de ejercer su fuerza, mediante los recursos institucionales que se le han confiado, para mantener indemne el interés común y las vidas de la colectividad.

Pero esta capacidad de imponer ciertas reglas, no es sinónimo de venganza estatal, tampoco es aceptable que una justa reivindicación ciudadana, como es la lucha contra la corrupción, sea la que justifique el tormento y la humillación de los que sean declarados culpables como hemos visto en algún caso por ahí.

Un equilibrio racional entre las necesidades de la justicia y el respeto a garantías procesales, como la presunción de inocencia y un debido proceso, dotan de legalidad, pero también de robustez moral, el combate contra el delito.

Lo contrario sería optar por la arbitrariedad, el abuso de poder y la violencia institucionalizada. Pero para que se cumpla un castigo, debe primero garantizarse la vida, salud y dignidad del responsable.