Jamás viví la experiencia de vender, o conocer la dura realidad que se experimenta, cotidianamente, en un mercado del país y, honestamente, nunca se me cruzó el deseo de hacerlo por voluntad propia, o haber tenido la mínima idea de que tal evento me podría suceder alguna vez. Sin embargo, hace medio siglo, siendo un joven docente de educación básica (le decíamos educación primaria), conocí a mi esposa y nos fuimos a residir a un apartamento muy confortable, situado enfrente del Mercado San Miguelito y que, actualmente, es un predio abandonado, antihigiénico, donde permanecen, diariamente, grandes cantidades de hombres y mujeres, víctimas del mortal alcoholismo, sin que nadie se preocupe de su triste condición.

Ahí, una tarde, al regresar de mis labores escolares, mi cónyuge me sorprendió cuando me dijo que había visto “un puesto desocupado en el mercado” y que deseaba “probar suerte vendiendo, poco a poco, algunos productos como vegetales, frutas o alguna cosa parecida”.

Temprano del día siguiente, me dirigí al despacho del entonces alcalde capitalino, mi inolvidable amigo, el Dr. Carlos Antonio Herrera Rebollo, para pedirle su ayuda y satisfacer, lo que pensaba, era “un capricho pasajero de mi consorte”. Dicho y hecho. Carlos me recibió de inmediato y con una escueta nota, escrita de su propio puño y letra, me dijo que se la llevara al administrador del mercado en comento, quien, al tenerla en su poder, me condujo a una gran plancha de cemento y me dijo que “escogiera cuál puesto deseaba”. Ese puesto, original, nunca me imaginé que sería el comienzo de una larga trayectoria comercial, testigo mudo de tantos sucesos, agradables y trágicos, como aquel gran terremoto capitalino de hace varios años, balaceras nutridas y paros del transporte cuando la guerra civil, nacimiento de hijos, muerte de parientes, etc.

¡Tantos recuerdos acumulados en medio siglo de vida! Por cierto, evoco que, con algo de “poca credibilidad”, le entregué a mi esposa la jugosa suma de treinta y cinco colones, de mi exiguo salario magisterial, para dar inicio a su negocio de frutas que, al suceder el incendio el mes pasado, ya contaba con cuatro puestos bien surtidos y un capital invertido superior a los dos mil dólares, que para algunos podría parecer exiguo, menos para una pequeña y tesonera comerciante de mercado. Esa es la otra cara de la moneda, que algunos funcionarios, capaces de ayudar a estas gentes, no dan muestras de preocuparse en solucionar, como lo vimos en una reunión reciente, donde a centenares de vendedores damnificados les ofrecieron darles ayuda…pero en exiguos créditos para reiniciar sus labores, o bajo condiciones onerosas y muy supervisadas, en un momento desolador y angustiante, donde muchos miles de dólares invertidos se esfumaron en humaredas inmensas o convertidos en cenizas irrecuperables…

Reitero. Es urgente, justo y necesario, que las autoridades municipales quienes, a mi juicio, son las directamente responsables de hallarle solución a esta deplorable situación, quienes levanten un censo de pérdidas sufridas por los esforzados comerciantes del mercado San Miguelito, entre los cuales hay muchas personas ancianas, enfermas y casi inválidas, cuyo único medio de sobrevivencia son las escasas ganancias que a diario pueden obtener de sus ventas. Está bien que se hable de construir un nuevo mercado en dicho sitio, pero también es urgente resolver la actual condición económica apremiante de quienes, en minutos, vieron destruirse el sueño y esfuerzos de muchos años en ese lugar comercial. Res, non verba. Hechos, no palabras. Pasamos la pelota a la cancha edilicia de nuestra capital…y que proceda de inmediato.