Los rusos tienen fama de ser gente sensible, sentimental, sus melodías, sus escritos, parecieren así atestiguarlo. Quizá es el estereotipo creado por Tolstoy, Dostoyevsky, Gorki, Pasternak, Gogol, Nabokov en la prolongación de sus propias existencias, sufrimientos y desamores; quizá por los interminables inviernos que obligan al recogimiento, al calor de la chimenea y la expectación a través del vidrio opaco de una ventana, tan blanca como la nieve que cae en copos tan continuos que pareciere lluvia.

O de la imagen que nos hemos formado de Nathalie, la célebre balada escrita e interpretada por Gilbert Becaud, luego de un viaje a Moscú por allá en los sesenta, con nostalgia y admiración por quien fuere su guía en la ciudad de los zares, y de quien aspiraba la oportunidad de un romance cultivado en el Café Pushkin, mientras saboreaban un chocolate humeante sentados a una mesa con vista a la calle, luego del incansable y aburrido tour que incluía la Tumba de Lenin, el teatro Bolshoi, los edificios del Kremlin en tanto le narraba la gesta de la Revolución de Octubre. Solo que ese café no existía en los sesenta, fue el escenario que el cantautor ideó para enamorar a su adorable guía. Quien sí existió fue el poeta Alexander Pushkin, uno de los grandes de la literatura romántica, que murió como están llamados a morir los románticos, con un balazo en el pecho producto de un duelo de honor.

El pueblo ruso es un pueblo sufrido, lo fue bajo el despotismo de los zares, y lo fue bajo el régimen soviético, con solo dos clases: la nomenclatura comunista y el resto; con su Gulag, destierros siberianos, clínicas siquiatras de reeducación, purgas y asesinatos en masa antes y después del tirano Stalin.

Cuando cayó la Union Soviética, las iniciativas para implementar un modelo abierto, transparente, de libre mercado, terminó en una autocracia que disimula la formalidad electoral, pero que hasta el presente, solo la figura de Vladimir Putin domina y controla la estructura política y económica de Rusia, la cual maneja a la manera de la más antigua tradición imperial.

Rusia jamás ha conocido la democracia en sentido más amplio, pasó de un dominio a otro sin solución de continuidad. Siempre una clase dominante y un pueblo dominado sometido a la voluntad de un rey, un partido, un autócrata.

La Rusia de los zares, no se planteó seriamente problemas geopolíticos, su territorio era demasiado grande y complejo como para pretender expansiones de espacios vitales. Fue, realmente con la aparición de la Unión Soviética que la geopolítica cobró presencia vital, para su seguridad, proyección y expansión.

Ahora es diferente, ese extraño capitalismo ruso sujeto a la voluntad de Putin ha creado nuevas alianzas y estrategias sustentadas en expresiones del poder, que van más allá del dogma republicano de la separación e interdependencia de los poderes públicos; otorgándole prevalencia a la figura del presidente, primer ministro o líder, diferenciándose de las democracias occidentales de Europa, los Estados Unidos y Canada.

Chávez optó por un modelo centralizado marcado por el estatismo; de allí su tendencia a establecer alianzas con gobiernos semejantes, como el de los Castro, Putin, Mugabe, Kaddafi, Bashar al-Assad, Hussein, Erdogan, Rouhani, Xi Jinping, Abbas y, distanciarse de los Estados Unidos, Israel y las democracias liberales.

Ahora Rusia desembarcó en Venezuela, ya no para subvertir, explotar recursos naturales, otorgar créditos, vender armas y aviones de combate, sino para hacer presencia directa y comprometida en un continente que le fue inaprensible, no solo por la lejanía, sino por el pasado reciente signado por el apoyo a cuanta guerrilla comunista apareciere. Esta vez desembarcó con pretensiones de quedarse en el mismo corazón de América, y llegó en los estertores de un estado y gobierno fallido, el de Venezuela; llegó con misiles antiaéreos, oficiales y asesores militares; llegó donde ya existen aliados convenientes del Medio Oriente; llegó para intentar posesionarse de un nuevo espacio vital que iría desde la Antártida hasta Terranova; llegó con sus inversores y prestamistas, llegó para enfrentar al Grupo de Lima, la OEA, al presidente Trump, su Secretaría de Defensa, su Consejo de Seguridad y su Bolsa de valores.