Lo que ha sucedido históricamente en la Corte de Cuentas de la República es dramático. Durante años y décadas, esa institución ha sido manejada como un patrimonio de partidos políticos y utilizada como un instrumento de protección o castigo, sin importar el fin máximo del buen resguardo de los bienes públicos.

En menos de un año, ocho auditores, directores, subdirectores y coodinadores de auditorías y hasta un expresidente de la Corte de Cuentas han sido procesados por la Fiscalía tras haber encontrado indicios de favorecer a funcionarios de los últimos tres gobiernos para que se apropiaran de dinero del Estado.

La Corte de Cuentas se volvió célebre por los “finiquitos exprés” a los expresidentes de la República y a otros funcionarios. Pero ahora resulta que también fue una práctica recurrente el encubrimiento a irregularidades o el tortuguismo en sus funciones para lograr la prescripción de las investigaciones.

El común denominador de los ocho procesados era no consignar informes finales de auditoría por el mal manejo de fondos públicos o no informar de irregularidades en la ejecución de proyectos.

La presidenta actual de la Corte de Cuentas ha colaborado en gran parte de esas investigaciones, hay que reconocerlo, pero lo cierto es que esta institución necesita una depuración profunda para que casos como estos no sigan repitiéndose en el presente ni en el futuro.