La semana pasada asistimos a un espectáculo inusual en la historia política reciente: la accidentada presentación de informes anuales a cargo de los titulares de cada una de las carteras de estado que componen el órgano ejecutivo, y su accidentada recepción, persiguiendo –a veces literalmente– la aplicación de las disposiciones constitucionales por parte del órgano legislativo, personificado en el diputado presidente, encargado de presidir una sesión plenaria que no estuvo exenta de gritos, reclamos y hasta recesos repentinos.

Todo debía transcurrir como ha sido usual año tras año, independientemente del partido político en el poder: voluminosos ejemplares de la memoria anual de labores de cada ministerio, son acompañados de un discurso más o menos breve enumerando los logros de la gestión encomendada, todo esto, mientras la mayoría de diputados se dedicaban a conversar y a departir alegremente, con breves interrupciones de la prensa, requiriendo sus opiniones o las de sus colegas de bancada, llamando la atención sobre uno u otro dato que despertara el interés de la oposición para ser usado más tarde.

Pero este rito anual, que por supuesto tiene una justificación constitucional y agregaríamos que también cultural, no iba a ser observada por un gabinete que con tientes histriónicos pero también histéricos, ya hizo de la inobservancia a la Constitución, su marca distintiva al momento de utilizar el poder delegado por el mandatario.

Vimos entonces cómo lo que representa una muestra de sometimiento del poder ejecutivo al control interorgánico por excelencia, de acuerdo con el diseño de nuestra democracia constitucional, devino en una incómoda puesta en escena, en la que varios de los convocados se negaban momentáneamente a entregar su informe al presidente del parlamento que se los requería, mientras algunos miembros de protocolo les perseguían luego por el corredor del Salón Azul –como fue el caso del Ministro de Obras Públicas– solicitándoles también la entrega del documento en cuestión.

Esta misma conducta fue la que llevó al Ministro de la Defensa Nacional a volver ante la junta directiva del congreso, apenas unos minutos después de retirarse tras leer su breve informe, para hacer entrega del mismo, ahora sí, como lo ordena el Art. 167, ordinal 7° de la Constitución, como si en el ínterin, alguien tuvo la inteligencia de recordarle que su omisión podría acarrearle la destitución inmediata, de acuerdo con lo contemplado en la mencionada disposición.

Pero los incidentes no se quedaron allí. Los gritos de la secretaria de Comunicaciones de la Presidencia de la República, que acompañaba al gabinete en su comparecencia y la respuesta amplificada del presidente de la Asamblea dieron motivo a las más variadas reacciones desde el pleno legislativo, como si la casa del pueblo se hubiera convertido en el circo donde los denuestos, reclamos y diferencias irreconciliables se hicieran presentes para destacar, precisamente en el día en que la ecuanimidad debería ser la regla, los fantasmas de la polarización política que históricamente han contribuido a enturbiar la paz y la armonía en el país.

No puede obviarse, llegado a este punto, las omisiones de los miembros del parlamento. Además de la indiferencia y mala educación que suelen mostrar cuando el que comparece no es el presidente o el ministro de su partido político o afín a este, los diputados desaprovecharon lo que bien podría considerarse un ensayo de antejuicio. La comparecencia de los titulares de las carteras de salud, defensa, turismo y seguridad bien pudieron ser aprovechados para indagar y cuestionar sobre el manejo de los recursos durante la pandemia o la capacidad del país para afrontar una eventual crisis alimentaria o de falta de empleos, luego de meses de vida nacional al límite de las capacidades con que se cuenta.

Pero era más fácil ignorar las responsabilidades mutuas, olvidarse del rito por parte del gabinete de gobierno y a la vez alimentar el mito de un control parlamentario que sin embargo no ha sabido ser efectivo. Por eso, no es de extrañar que ese mismo día el Instituto Universitario de Opinión Pública de la UCA revelara la caída de 25 puntos en la calificación de imagen del Presidente, o que más del 60 % de la población califique de “muy malo” el trabajo de los diputados, que mientras tanto, alimentan con su pasividad el desgobierno que desde el ejecutivo se alienta, y cuyas consecuencias las pagaremos todos.