Con las elecciones de dos vueltas ahora consagradas en la mayor parte de las constituciones de la región, el ganador puede atribuirse un mandato robusto, que abrirá el camino a profundas e importantes reformas. Esta promesa, formulada en tono solemne la noche de las elecciones, se desvanece en la cruda luz del amanecer. La aplastante mayoría de la segunda vuelta rápidamente se transforma en una débil minoría en el congreso.


Algunos presidentes, como Sebastián Piñera en Chile, terminan por ceder a los caprichos de las oscilantes coaliciones parlamentarias. Otros, como Jair Bolsonaro en Brasil, se ven obligados a depender de los votos de grupos (el llamado Centrão) con los que apenas comparten principios, lo que produce políticas volátiles e impredecibles. Y otros, como el padre de Fujimori, Alberto, simplemente clausuran el congreso y asumen poderes casi dictatoriales –algo con lo que ha amenazado Castillo si la legislatura peruana actúa de manera contraria a su voluntad–.


La combinación de un presidente con un período fijo y un sistema electoral proporcional nunca fue una buena idea. Y se ha vuelto aún peor debido al declive de otra institución crucial para la democracia: los partidos políticos. Estos nunca fueron fuertes ni estables en buena parte de los países de la región. En los pocos países en que sí lo fueron –Colombia, Costa Rica, Chile y Uruguay– hoy parecen una sombra de su pasado. Por ejemplo, actualmente en Chile existen 15 partidos legítimamente constituidos, y media docena está en proceso de constituirse. Ningún partido o coalición cuenta con una mayoría en el congreso. En 2020 solo el 7% de los chilenos dijo tener confianza en los partidos, los que han sido descritos como “hidropónicos”: flotan por encima de la sociedad sin tener raíces en ella.


El declive de los partidos políticos en la región obedece, en parte, a reformas bien intencionadas. Se pensó que hacer más proporcional el sistema electoral reflejaría mejor la creciente diversidad de la sociedad, sin embargo resultó en la creación de múltiples partidos muy pequeños que no representan a nadie. Las primarias supuestamente iban a reforzar la democracia interna de los partidos, lo que de hecho sucedió, pero los expuso a que puedan apoderarse de ellos personajes sin trayectoria política cuya fama proviene de la televisión o las redes sociales. Lo que se avanzó en transparencia como consecuencia de las reformas al financiamiento de las campañas, también provocó un colapso en la disciplina partidaria, ya que los líderes de los partidos perdieron poder frente a los parlamentarios díscolos que solo buscan publicidad. Asimismo, el uso frecuente de plebiscitos ha permitido que pequeños grupos de activistas se apropien de la agenda política.


El problema no se limita a América Latina. Los politólogos de la Universidad de Yale Frances McCall Rosenbluth e Ian Shapiro sostienen que “reformas descentralizadoras” similares llevadas a cabo en Estados Unidos y Europa, con el objeto de “devolver el poder al pueblo,” han debilitado a los partidos y producido “políticas que son contraproducentes para la mayoría de los votantes”. Paradójicamente, mientras más se acerca el poder político a las bases, más desencantadas se sienten estas.


De modo que Perú y Ecuador, al igual que Brasil y Chile antes, tendrán líderes fuertes en teoría, pero débiles en la práctica. Prometerán mucho, pero podrán cumplir poco. Muy pronto los electores se sentirán frustrados, y jurarán que se van a “deshacer de los granujas” para reemplazarlos por personas realmente comprometidas con los intereses populares. Académicos y activistas propondrán nuevas reformas destinadas a empoderar a los votantes. Y luego se repetirá el mismo ciclo y aumentará aún más la ira de la ciudadanía. No es una secuencia que vaya a terminar bien.