El Salvador cuenta al menos en la ley con la figura de un “Inspector General de Seguridad Pública”. El cargo tiene su origen en los Acuerdos de Paz de Chapultepec y hace 27 años constituyó una verdadera novedad dentro del ámbito institucional del país: se trataba de construir una institución que formara parte de la entonces nueva Policía Nacional Civil, pero que a la vez se encargaría de controlar su desempeño operativo y de gestión, así como el de la Academia Nacional de Seguridad Pública. En suma, una oficina nacional de control interno con la que aparentemente todas las partes antes en conflicto estuvieron de acuerdo, dados los antecedentes de los cuerpos de seguridad pública que se planeaba sustituir.

El tiempo pasó y el desarrollo de la nueva Inspectoría estuvo sujeto a los vaivenes de la política local. Su titularidad fue encomendada a funcionarios afines a los gobiernos de turno, subordinados orgánicamente a los sucesivos Directores Generales y con poca o ninguna iniciativa para iniciar investigaciones de oficio o recomendar procesos de depuración interna ante las graves violaciones de derechos humanos que, al menos desde 1994, tuvieron como protagonistas a miembros de la nueva policía civil.

Además de esa atribución, la figura del Inspector General también fue creada con la intención de mantener informado al Director de la corporación, sobre el estado de cumplimiento anual de los derechos humanos por parte de agentes y unidades policiales, de su apego al código de ética policial y de iniciar procesos disciplinarios por faltas graves y muy graves que se produzcan en contravención con las leyes y reglamentos disciplinarios vigentes. Todas estas atribuciones, para un funcionario que antes de ocupar el cargo, debía y debe ser avalado por el Procurador para la Defensa de los Derechos Humanos y por el Fiscal General de la República no es poca cosa, si pensamos que ambos funcionarios son los responsables de la defensa de la legalidad y de la vigilancia del respeto a los derechos humanos en todo el territorio.

A pesar de este diseño institucional tan preciso para asegurar el cumplimiento de su delicada misión, la Inspectoría General sigue en el letargo funcional que la ha caracterizado desde su fundación. Salvo en los inicios de la primera gestión presidencial del FMLN, cuando la Inspectora designada decidió asumir agresivamente un proceso interno de investigación y depuración de altos mandos policiales, que le trajo aparejada una investigación legislativa posteriormente declarada inconstitucional, el resto de titulares se siguió caracterizando por brindar una aceptación expresa o tácita de todo lo que hicieran los mandos policiales a los que debería controlar. Casos como el del Inspector General que aseguró públicamente que no habría sanciones para los agentes policiales que hicieran uso de su arma de equipo, o el sucesor en el mismo cargo que negó la existencia de ejecuciones extrajudiciales por parte de uniformados, son solo algunas expresiones del clima de impunidad que se ha mantenido en la corporación, hasta llegar a casos extremos como el secuestro y ejecución de la agente Carla Ayala tras una fiesta navideña en la sede del Grupo de Reacción Policial, que se asegura, ha sido disuelto a raíz de este caso.

Ahora que se está implementando un nuevo plan de seguridad, que pretende recuperar las que han sido las zonas de influencia tradicional de las pandillas, fortalecer la policía y controlar las finanzas de grupos delincuenciales, hace falta protagonismo de una autoridad contralora. Se disputa el control de los centros penitenciarios y la extorsión que se originaría desde estos, problemas que seguramente involucran personal de seguridad pública que se ha corrompido y que debe ser investigado, asuntos todos de la competencia del Inspector General y no solo de las unidades de choque desplegadas con el ejército en las principales ciudades y espacios públicos.

En este escenario se necesita un verdadero Inspector General de Seguridad Pública a la altura del cargo que se ejerce, que reviva las expectativas de los firmantes de los acuerdos de paz y que sea capaz de construir una verdadero cultura de apego a la ley y de efectividad operacional, que no riña con los parámetros de derechos humanos que la misma ley impone al desempeño de la corporación. Un Inspector o Inspectora valiente, coherente con su mandato y que no tenga más jefe que el texto constitucional. ¿Dónde está ese Inspector?