El muro de Berlín que, durante casi tres décadas, fue el ícono más conocido de la Guerra Fría, cayó el 9 de noviembre de 1989, apenas dos días antes de la llamada “Ofensiva hasta el tope” llevada a cabo por el FMLN en El Salvador, que pretendía tomar el poder y convertir al país a un régimen que ya había comenzado a desmoronarse.

Durante la existencia de la muralla se estima que unas cinco mil personas se fugaron hacia Occidente, 200 fueron acribilladas, 33 fallecieron al pisar minas, 200 más resultaron heridas, 57 lograron fugarse a través de un túnel cavado con apoyo de occidentales. El muro, que poseía una altura de 3,6 m, tuvo un costo superior a los 16 millones de marcos orientales.

Los días previos, los ciudadanos de la Alemania Oriental habían exigido libertades. Más de 70 mil personas se manifestaron frente a la temida Stasi en Leipzig. “Wir sind das Volk!” (¡Somos el pueblo!), cantaban. Las evasiones por la frontera de Hungría y Austria, que había disminuido las restricciones desde agosto, se hicieron constantes. 13 mil alemanes orientales habían emigrado a Hungría.

En octubre de ese año, Mijaíl Gorbachov visitó la Alemania Oriental que cumplía 40 años de fundada. Durante la visita instó a las autoridades a lanzar reformas. Erich Honecker, presidente del Consejo de Estado, se vio obligado a renunciar días más tarde. “La vida castiga a los que llegan demasiado tarde”, había dicho en aquella ocasión el líder soviético.

Tres días antes de la caída, un nuevo proyecto de ley de viajes fue rechazado por la ciudadanía. Nuevas manifestaciones se dieron en Alexanderplatz. Checoslovaquia, a su vez, protestó por el desmedido aumento de la migración. El Consejo de Ministros decidió, la tarde del 9 de noviembre, elaborar un modelo de pases de viaje. Este debería ser publicado a las 4 p.m. del día siguiente. Sin embargo, el portavoz del gobierno informó aquella noche, en conferencia de prensa, que las restricciones para viajar habían sido retiradas totalmente. “¿Cuándo entra en vigor?”, preguntó un periodista, durante la misma. “De inmediato”, respondió el funcionario que no había leído la segunda hoja del informe, en la que se aclaraba que la medida comenzaría a regir a partir del día siguiente.

La conferencia, transmitida en directo por la televisión provocó que miles de personas se agolparan en el muro aquella noche. Los guardias, desconcertados, no se atrevieron a disparar y abrieron los puntos de acceso.

Las noticias en Alemania Occidental, por su parte, anunciaban que el muro estaba abierto. Muchos se presentaron a los puestos de control. Exigían pasar a oriente. Las tropas y los funcionarios, sin embargo, no estaban informados. A las 11:20 p.m. el punto Bornholmer fue abierto. Miles de alemanes orientales cruzaron a Alemania Occidental. Algunos, incluso, por primera vez en sus vidas.

A la mañana siguiente, una vez la noticia se difundió masivamente, se produjo una avalancha. Los ciudadanos de la Alemania Oriental fueron recibidos por desconocidos con abrazos. La conmoción y la alegría eran grandes. Los bares cercanos ofrecieron cerveza gratis. Muchos fueron los que escalaron el muro. Los diputados en Bonn, de manera espontánea, al enterarse de la noticia, entonaron el himno de Alemania. Picos, martillos, cinceles, todo era bueno para comenzar a derribar el muro. Artistas, como el violoncelista ruso Mstislav Rostropóvich, que tras defender públicamente al escritor Aleksandr Solzhenitsyn había debido exiliarse, tocó el violoncelo al pie del muro y su fotografía dio la vuelta al mundo.

Algo que muchos creyeron que no podrían ver en vida acababa de suceder. Y, lo mejor de todo, había ocurrido de forma pacífica.

Así fue cómo, la caída del muro de Berlín, regaló al mundo la sensación de que todo era posible y devolvió la esperanza a la humanidad. Al menos, por un tiempo.