Digámoslo de una vez: el pleno de la Corte Suprema de Justicia, formado por sus quince magistrados, aún con toda la autoridad y experiencia que reúne, no está autorizado por la Constitución para restringir derechos fundamentales.


Lo anterior, parece haber sido olvidado en los últimos tiempos, pese a que desde su aprobación en 1983, el artículo 182 de la Constitución regula cuidadosamente las atribuciones de ese órgano de Estado, que van desde resolver conflictos de competencia, colaborar con órganos judiciales de otros países, conocer sobre la responsabilidad de funcionarios públicos en casos de presuntos enriquecimientos ilícito y declarar la suspensión o pérdida de los derechos de ciudadanía, “y las demás que determine esta Constitución y la ley”, sin embargo, en ninguna de estas aparece reconocido expresamente la existencia de un “derecho a restringir derechos”, lo que en todo caso sería una contradicción con el artículo 29 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos que, ratificada por El Salvador, “...prohíbe a los Estados Partes, grupo o persona, suprimir el goce y ejercicio de los derechos y libertades reconocidos en la Convención o limitarlos en mayor medida que la prevista en ella…”.


Lo cual, por cierto, nos lleva al derecho de acceso a información, que es reconocido en el artículo 13 de esa misma Convención, como una expresión de la libertad de expresión y del derecho de buscar y acceder a datos oficiales.


Pero, como si no existiera regulación alguna, el pleno de la Corte Suprema ha dado ejemplos recientes de su voluntad de constituirse como un tribunal que, sin estar conociendo de casos individuales, puede incidir restrictivamente en la capacidad individual de las personas para fiscalizar a la administración pública.


Dos ejemplos: en la sesión celebrada el 20 de junio de 2017, ocho de los quince magistrados votaron para restringir el acceso ciudadano a los informes de auditoría que, elaborados con base en las declaraciones patrimoniales de los funcionarios, se venía entregando a las personas que lo solicitaron haciendo uso del derecho de acceso a información pública, garantizado en la ley del mismo nombre y en la jurisprudencia constitucional vigente.


Es decir, lo que ya habíamos obtenido mediante peticiones de información y que permitió conocer el patrimonio de los expresidentes de la República, volvió a convertirse en un secreto oficial hasta que “el pleno” tome su decisión final de trasladar el caso a una Cámara de lo Civil, o archivarlo (para siempre) por falta de indicios de enriquecimiento ilícito.


Este precedente volvió a inspirar la decisión tomada en el pleno del pasado 31 de enero, cuando ante la falta de consenso al interior de la “Comisión de Ética y Probidad” de la Corte, se llevo a la discusión del pleno la discusión sobre el plazo para investigar por presunto enriquecimiento ilícito a funcionarios que dejaron sus cargos hace una década, así como las dos posibles excepciones a la regla: cuando se trate de investigaciones en proceso y cuando dicha información sea requerida -de nuevo- por ciudadanos ejerciendo su derecho de acceso a información.


En esta sesión de Corte, once de los quince magistrados se pronunciaron en favor de mantener la regla general, sin excepciones, de investigar a exfuncionarios solo dentro del plazo de diez años a partir del cese de sus funciones oficiales, obviando que la Ley de Enriquecimiento Ilícito data de 1959, y que el derecho a la libertad de expresión ahora incluye en nuestro medio el derecho a saber, por lo que haciendo prevalecer una interpretación formalista de las disposiciones legales, restringieron los alcances del ejercicio de este derecho y la efectividad del combate a la corrupción.


Es así como la “primavera salvadoreña” en el ejercicio de la contraloría ciudadana, trabajosamente construida desde la vigencia de la LAIP, se ha visto poco a poco devaluada, gracias al ímpetu de una mayoría de magistrados poco afectos al control ciudadano del poder público, ignorando que el alcance de los derechos que están destinados formalmente a defender, no puede restringirse con el voto de la mayoría, que elegida mediante el voto directo como en el caso de los diputados, o indirecto en el caso de los magistrados, designados por aquellos en elecciones de segundo grado, tiene como límites no solo la legalidad de sus actos, sin que también la legitimidad de sus decisiones. Y restringir el acceso a información no es ni lo uno, ni lo otro.