Por primera vez en la moderna historia jurídica nacional asistimos a un hecho insólito que, hace unas cuantas décadas atrás, nos hubiera parecido inverosímil o de quimérica realización: que un ente colegiado disponga enjuiciar a ocho magistrados de la Corte Suprema de Justicia, por desacato a un mandato de entregar informaciones calificadas como de “naturaleza pública”, actualmente en poder y conocimiento “reservado” del primer tribunal de la República.

Un caso legal muy interesante que, si aun estuviera como catedrático de Derecho Constitucional, seguramente me serviría para un laboratorio especial con mis alumnos. Y desde ya me adelanto: si el caso llegara a ese extremo procesal de enjuiciar a los jueces máximos involucrados en la desobediencia apuntada, vendría únicamente a reforzar el axioma constitucional de que nadie está por encima de la ley, cuya jurisprudencia sería, al mismo tiempo, un fuerte sobre aviso a quienes, hoy por hoy, creen que por tener un mandato equis de funcionarios, pueden hacer y deshacer según su actuar antojadizo, el manejo de la cosa pública, como si ella fuera su cabaña privada o su tienda personal de negocios. Reitero, en el quehacer público y particular, nadie está ni estará por encima de la ley, mucho menos de lo ordenado por la Constitución de la República.

En mi etapa infantil, el control territorial vigente databa de la época del capitán general don Gerardo Barrios que dividió el control civil en gobernaciones departamentales y concejos municipales, cuya autoridad máxima era el alcalde del municipio, quien tenía bajo sus órdenes expresas servicio de alguaciles o policías civiles. El mando militar superior residía en la capital y de allí se organizaban las comandancias departamentales, con un determinado número de soldados y oficiales, pero el territorio se dividía en comandancias locales en cada pueblo o ciudad.

Cada comandante local a su vez, organizaba las patrullas de barrio y las patrullas cantonales, cada una de esas patrullas tenía su propio comandante y todos sus miembros, hasta el último patrullero, gozaba de fuero militar y podían ser llamados en momentos de crisis social o desórdenes.

Traigo a cuentas esta relación, porque a la par del alcalde y el comandante local, un juez de paz de aquellos tiempos era un funcionario respetado y respetable en cada municipio. Por ejemplo, hubo jueces de paz al que ni los abogados capitalinos podían argumentarle sus decisiones o fallos. Generalmente no eran letrados, sino ciudadanos comunes con amplia experiencia en esos menesteres, que a veces recurrían a leyes antiguas que los pobres abogados ni siquiera conocían de su existencia legal. Pero el temor aumentaba cuando se recurría a un juez de primera instancia, o un magistrado de Cámara, porque con los de la Corte Suprema era el presidente de la República quien se entendía, por vía telefónica desde “la Casona” en el barrio San Jacinto (hoy sería por redes sociales). Además no había pluralidad partidaria en esos dorados tiempos, solo era un partido oficial el que cubría los tres “Supremos Poderes” del Estado que, para completar el pastel, todos tenían sus oficinas y despachos en el ahora renovado Palacio Nacional…

La litis surgida entre el Instituto de Acceso a la Información Pública (IAIP) y un grupo de magistrados de la Corte Suprema de Justicia, promete dejarnos lecciones útiles, que vengan en provecho de fortalecer el doloroso camino de lograr que la institucionalidad debe respetarse, por sobre cualquier acto voluntarioso de una persona investida de autoridad y que, sin embargo, conserva su derecho a defenderse en el proceso y presentar prueba de descargo. Ha llegado el tiempo de que ningún funcionario, debe considerarse una especie de “dios del Olimpo”, sabio, omnipotente e inmune.

Ya hubo un caso histórico: en tiempos del general Barrios, un reducido grupo de magistrados, de tendencia conservadora, se negó a regresar de una ciudad de oriente para la capital, por el solo ánimo de contrariar al mandatario. Este, después de cierta espera prudencial, ordenó detenerlos por un jefe militar y los hizo conducir custodiados hasta San Salvador, para que se reinstalara de nuevo la Corte Suprema donde debía ser, de conformidad a la Carta Magna de la época. Ni más ni menos.